Una
funcionaria administrativa de Enseñanza Secundaria fue la última alumna
particular que tuvo antes de viajar a Venezuela.
El
gobierno había expulsado de todos los cargos de la educación formal a aquellos
docentes y funcionarios que suponía colaboradores de Los Innombrables, como
llamaban a los opositores al gobierno de facto que se había instaurado.
—Sólo
necesito pasar ese examen ―le dijo la joven―. Sé que no puedo estudiar si tú no
me ayudas. Para eso te contrato.
Un par de días antes
de su viaje fue a despedirse y a felicitarla, porque aprobó el examen con
buenas calificaciones. Cuando iba llegando a la casa, vio unos camiones del
ejército que pasaban.
Por
una rendija, la que dejaba la cadena de seguridad, asomó la cara de la muchacha.
Se notaba como angustiada.
– Acaban de allanarme, ¡vete! –dijo. Cerró la
puerta. Sintió el pasó de llave.
Nunca
supo cómo terminó esa historia y nunca lo sabrá.
Supo, sí, de la
intranquilidad que aquello le generó. Sobre todo en su salida del aeropuerto
hacia el reencuentro familiar con su esposa que había logrado viajar antes,
embarazada, y de su nueva hija, de seis meses, que aún no conocía.
Al fin viajaban. Partieron
en dos autos de unos amigos.
Hacía
rato que estaba en el Aeropuerto de Carrasco. No llegaba el auto donde venían
su hija y su suegra. Habían dado la orden de abordar. Su cabeza componía
diversas historias, como pesadillas.
Un funcionario vino
a tranquilizarlo. El vuelo se retenía porque recibieron una llamada avisando
que habían pinchado un caucho del auto, luego otro, pero estaban arribando en
minutos.
Cuando su hija y su suegra llegaron y
juntos se dirigieron a abordar el avión, fueron aplaudidos por los familiares
de los otros pasajeros. Como si todos hubieran descargado sus nervios al
hacerlo.
Su
suegra y su hija avanzaron hacia la puerta de embarque, rapidito. Él terminó de
despedirse y comenzó a avanzar por el largo pasillo.
Oyó
unos pasos acelerados detrás y unas voces que decían algo.
Al
voltearse vio un hombre alto que avanzaba casi corriendo. Lo seguían otros dos
que parecían tratar de alcanzarlo.
Cuando
estaba por entregar sus documentos, el hombre alto lo pasó y se le colocó
delante. Ambos mostraban su pasaporte al funcionario que atendía.
Oyó
detrás la voz de uno de los hombres que gritó:
—¡Ese señor no puede viajar!
Él depositó su pasaporte sobre el
mostrador, bajó su cabeza y no se dio vuelta. Sentía que estaba tan nervioso
que podría generar sospechas.
Como su suegra y su
hija ya habían abordado, más tranquilo, sólo pensó:
―O es él, o soy yo.
Llegaron
los dos militares de civil. Era por el otro. Y se lo llevaron. Por drogas.
Cuando
subió y se sentó en su puesto, ni siquiera miró hacia fuera.
—¿Qué te pasa? Estás como asustado— le
dijo su suegra que saludaba por la ventanilla del avión, hacia el grupo de
amigos y familiares que se despedían.
—Nada.
Después te cuento— respondió.
Texto: Armando Quintero. Trabajo realizado para la clase de Crónica del Prof. Roberto Echeto, del Diplomado de Narrativa Contemporánea 2015. Imagen: pintura digital de Alejandro Silveira Bruno, tomada de su Facebook.
1 comentario:
Muy bueno, el relato te deja sin palabras
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