Clarissa, la vaca azul

Clarissa, la vaca azul
paseando por el campo

viernes, 14 de septiembre de 2018

Un saludo a las VII Jornadas Treintaitresinas de Literatura


Amigos olimareños les saludos desde el corazón.
Y comparto con ustedes el video donde leo un poema de León Felipe.
¿Qué hace poeta español de la generación del 98 en nuestro encuentro?
Creo que todos saben que sus palabras vivieron y viven en el viento.
Sí: allí donde viven los seres aventados de su país, los exiliados.
Pero, en este caso y en algún momento, como digo en el texto, él, pasó por el pueblo.







          León Felipe pasó por mi pueblo
          Armando Quintero

            Como si fuera la letra de un tango, con su filosofía de lo cotidiano,  algo nos dice que, cuando el tiempo pasa, muchas veces, los seres y las cosas se desdibujan, los hechos se distorsionan. Sin embargo, el recuerdo nos permite pasar todo de nuevo por el corazón.
            Así se me aparece, con una constancia casi infinita, la imagen del poeta español León Felipe visitando a mi pueblo, diciendo sus poemas en una nochecita de verano y luna llena.
Recuerdo a un viejo hombre vestido todo de blanco, con barbas y cabellos blancos, sombrero blanco y un elegante bastón negro.
¿Hablaba de la España dolorida, de su exilio y el de miles de españoles dispersos por el mundo? Sólo sé que decía. Y decía como un patriarca hebreo.
            Comparación que no es para nada extraña. En estos días, conversando con Bolívar Viana, un hermano del corazón, él me recordó que Tomás Cacheiro siempre comentaba:
― León Felipe parecía incapaz de matar una mosca pero, cuando se ponía a recitar sus poemas, se convertía en un verdadero león”.
El poeta, además, amaba tanto su poesía que, cualquiera al oírlo quedaría convencido de que, en cualquier instante, se convertiría en palabras para volar con el viento.
            Es esa imagen de patriarca, con su sonoridad, la que se grabó por siempre en todo mi ser. Aunque, en aquel momento, la mirada que la registraba tendría unos cuatro años.
            Muchos años después, en una nochecita de verano de vinos y conversas, a las orillas del río Olimar –también con luna llena– Tomás Cacheiro nos contaría que, en ese recital realizado ante el público del Ateneo de Treinta y Tres, en Uruguay, el poeta, con todo el dolor de su ser errante, entró diciendo:
“Yo no tengo sillas
yo no tengo sillas
yo no tengo sillas donde sentarme”
            El Tata Zabalegui, empeñoso compañero, casi “analfaorejas” (Cacheiro dixit), que estaba en los primeros puestos de un auditorio repleto, se levantó con la silla en la que había estado sentado tomada firmemente entre sus manos de mecánico y se acercó, diciéndole:
   Sírvase Don León. Aquí tiene una.
León Felipe que, más que a la voz, escuchó a los latidos de ese corazón que no entendiendo lo que él estaba recitando, sin embargo, le demostraba estar casi loco de la posibilidad de ser solidario. Lleno de asombro, pero con la alegría, la ternura y la fuerza de la que era capaz, Don León le respondió:
   No me refiero a esa clase de sillas, compañero.
Y continuó con su recital poético.
El silencio creció.
Se hizo redondo y orondo.
Como la luna llena que iluminaba al pueblo.
Y a esa tardecita redonda y oronda de poesía.

Han pasado más de sesenta y cinco años, sin embargo, el recuerdo de la voz del poeta que pasó por nuestro pueblo aún se escucha en el corazón de muchos de nosotros.

Texto: Armando Quintero.  Video: Freddy Lacruz.

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