– ¡El Loco!... ¡Vino El Loco!
Así le decían los muchachitos del
pueblo a aquel hombre grande que,
cada tanto, llegaba a visitar a sus familiares y a algunos amigos de infancia
que aún le quedaban en la ciudad del número masónico, Treinta y Tres del Olimar.
Y, casi siempre, daba algún concierto en el Teatro Municipal.
– ¡El Loco ya llegó!
– Lo acabo de ver en la puerta de la
casa de su hermano.
– Tiene que haber venido en la última
Onda de la noche. Seguro.
–
Mi papá dice que él sólo viaja y vive en la oscuridad, que por eso tiene la
piel tan pálida y hasta su cabellera es tan blanca.
– A lo mejor lo invitan para que toque
en la escuela.
– En eso es bueno. Toca ese piano como
loco.
Ninguno de los muchachos lo llamaban
por su nombre.
O, no lo sabían. O les resultaba
difícil pronunciarlo.
Sabían, eso sí, que era un concertista
de piano famoso. No sólo en La Capital. Y que, además, estaba siendo reconocido
por sus cuentos y novelas.
Sabían que se había casado como dos, tres
o cuatro veces. Y otras tantas, también, se había divorciado. O casado de
nuevo. O juntado. Como ahora.
Él entendía algunos de esos
comentarios, no muchos.
Tampoco los compartía. No le gustaban.
Y, menos, que le dijeran El Loco.
Recordaba que las veces que llegaba de
visita a Treinta y Tres, aquel hombre pasaba por su casa a escuchar e
intercambiar chistes con su tío, el hermano menor de su Padre, el que lo había
llevado a conocer el mar. Las dos primeras veces lo hizo en la Estancia del 13,
antes de que vinieran a vivir a la ciudad.
Siempre, además, los encontró muy
parecidos en sus maneras de comportarse. Parecían dos niños
grandes o dos adultos que nunca llegarían a crecer. Y eso se reflejaba a flor
de piel, sobre todo en sus rostros. Como si un inquieto
ratoncito permanentemente se les asomara, pícaro, por sus ojos, o por las
comisuras de sus labios.
Sólo una vez lo escuchó tocar el piano.
La música era tan bonita y delicada que él se durmió profundo. Recordaba que los fuertes aplausos, de los pocos asistentes al
concierto, lo despertaron de un sueño bien bonito. Y le gustó mucho.
– Me llevás esta bolsa a lo de Ismael
Hernández –dijo su padre. Y se la dejás a quien te atienda. Y le decís que
luego paso por el almacén de Ramos.
Le entregó una bolsa de arpillera que
estaba amarrada con una piola. Llevaba algo pesado dentro. La cargó al hombro y
se marchó.
Le costó subir las seis cuadras hasta
la Escuela de Varones. Por la misma acera, en la cuadra siguiente hacia el
Parque Colón estaba la casa de Don Ismael. Esquinado a la Inspección de
Primaria.
Tocó el timbre. Esperó.
Miró por los pequeños vidrios de la puerta de entrada. Se veía luz
adentro. Alguien estaba. Volvió a tocar el timbre. Una y otra vez.
Don Ismael estaría en Casa Ramos, era el encargado
del Almacén de Ramos Generales. Pero alguien estaba allí.
– ¿Qué querés, gurí? –preguntó el
hombre que asomó envuelto en una gran toalla blanca, con su cuerpo húmedo y su
abundante cabellera blanca, bien revuelta y empapada. Parecía hasta medio
enjabonada. Como su cuerpo.
– Mi Papá me pidió que le trajera esto
a Don Ismael. Dijo que se lo dejara al que me atendiera y que luego él pasaba
por la Casa Ramos.
El hombre se sonrió y le recibió la
bolsa y entró a seguir su baño.
Él
se sonrió mucho más. Pensaba: “Ahora sí que parece un loco”.
Unos gorriones picoteaban con sus inquietos
vuelos y chillidos a aquella soleada tarde de diciembre de 1953. ¿O, era
diciembre de 1954?
Unos años después, en una conversación
luego de la Primer Feria del Libro, de Artesanías y Artes Plásticas realizada
en la ciudad, en 1965 o 66, se dio cuenta que aquel hombre grande, blanco y
casi enjabonado que había salido a atender a su insistente llamado de gurí, era
Felisberto Hernández.
“A mí me pasó lo que vos mismo dijiste
tan bien: ‘Yo he deseado no mover más los recuerdos y he preferido que ellos
durmieran, pero ellos han soñado ‘. Ahora llega el otro sueño, el de las dos de
las mañana. Dejame que me despida con palabras que no son mías pero me hubiera
gustado tanto escribirte. Te las escribió Paulina también de madrugada, como un
resumen de lo que había encontrado en vos: Las más sutiles relaciones de las
cosas, la danza sin ojos de los más antiguos elementos; el fuego y el humo
inaprensible; la alta cúpula de la nube y el mensaje del azar en una simple
hierba; todo lo maravilloso y oscuro del mundo estaba en ti.
Te querrá siempre”
Casi lamenta que a estas últimas
palabras las firmara Julio Cortázar en su “Carta en mano propia” de la
edición de Novelas y Cuentos de Felisberto Hernández en la Editorial Ayacucho.
Mucho le hubiera gustado haber sido él quién las escribiera.
Texto
tomado del capítulo 32 del libro Cuando el
mundo era tan pequeño que cabía en una tacita de plata.
Felisberto
Hernández visitaba nuestra casa. Su hermano Ismael y mi padre eran amigos. Como
lo eran mi Tío César y él. Quizás ellos mucho más. César era un buen “chistero”
y Felisberto disfrutaba escuchándolo, reinventando y compartiendo con él los
más variados chistes en calidad, novedad, intencionalidad y color. Pero
también, anécdotas, vivencias y cuentos.
Las
voces corrían, de algún modo corrían, para que se reencontraran. Cuando uno de
ellos llegaba a Treinta y Tres, a pocas horas – a más, uno o dos días- el otro
estaba ahí. Y la cosa se habría para ellos y los vecinos, los amigos. Las
sesiones comenzaban a golpe de seis de la tarde, llegando a prolongarse hasta
las seis de la mañana del otro día.
A
los niños nos enviaban temprano a la cama. Qué era lo que hacía, cómo era que
lo hacía, no lo recuerdo. Sé que normalmente lograba “quedarme dormido” en la
sala, permitiéndome, a hurtadillas, presenciar la fiesta de esa otra oralidad,
la del humor fácil, a veces banal y grotesco pero, también ágil e ingenioso. Sé
que disfrutaba mucho – aún, sin entender los contenidos de lo que se decía- de
las miradas indirectas; del rubor de las mejillas; de las manos que
semiocultaban los rostros, en
movimientos de complicidad; de las risas entrecortadas, en especial, de las
muchachas y mujeres asistentes ante algo abiertamente dicho o, generalmente,
insinuado y; de las abiertas carcajadas y los comentarios finales, ante un
chiste “exitoso”, o lo ingenioso del cómo se lo decía.
Cada
sesión era una clase magistral. Y cuánto aprendía. Aprendía, sobre todo, que
esa interrelación lograda con el público, era el producto de una serie recursos
bien pautados, equilibradamente dosificados. Lo sé, ahora más, porque la
reinvención de los mismos me han permitido coparticipar con mayor efectividad
con “mi” público; han logrado que encuentre soluciones para abrir más puertas y
ventanas a esa imaginación compartida; me han posibilitado leer en los otros,
en el cómo voy con ellos, en el cómo estoy en ellos.
Pasaron
como veinte años, que pueden ser muchos en términos de afectos; no habría
hablado, ni sabía más nada de Felisberto Hernández, como él, seguramente, no
supo nunca nada, absolutamente nada de mí. Pero vinieron los recuerdos. No sé
por qué, pero estoy convencido de que llegaron con un “chiste bobo”.
Estábamos
en Las Brisas – la confitería frente a la Plaza 19 de Abril en Treinta y Tres-
conversábamos, cenábamos y reíamos con Tomás Cacheiro, Julio Macedo, Orfila
Bardesio, Bolívar Viana, Manuel Sosa, Juán Baladán Gadea, y otros de los colaboradores
y participantes de la I Feria
de artesanías, libros y artes plásticas, recién culminada. Era el 13 de enero
de l966.
Los
recuerdos vinieron. Y trajeron otros, sorpresivamente, “como pidiendo
significaciones nuevas, o haciendo nuevas y fugaces burlas, o intencionando
todo de otra manera”(), según nos dejó escrito
al comienzo de “Por los tiempos de Clemente Colling”, al referirse a ellos, que
son el centro de gravedad, no sólo de toda esa novela sino, de la mayoría de
sus textos.
¿Sería
que el propio Felisberto quiso divertirse entre nosotros, a justo dos años de
su supuesta muerte? Alguien lo mencionó. ¿Ficción? ¿Verdad? ¿Verdad poética? Lo
cierto es que ahí vinieron los recuerdos. Sin quedarse quietos. Pueriles o
importantes. Reclamando nuestra atención, intercambiando significados y
reflejos. Protestando. Pero haciéndose uno con nosotros.
“Cada
hombre es, con los otros y con su muerte a su imagen y semejanza”, habíamos
asegurado un día, con un poco de juego y mucho de verdad porque, en el caso
particular de Felisberto Hernández, teníamos forma de demostrarlo.
Julio
Macedo y Tomás Cacheiro, en esa velada del 66, nos acercaron a algunas de las
aventuras de ese escritor que escapó siempre a toda clasificación y a todo
encuadramiento: a ese concertista que no se parecía ni siquiera a un
concertista: a ese artista cuyo sentido del humor transformó en alegrías,
ternuras y asombros las amarguras de una vida tejida de derrotas. Y, sobre
todo, nos presentaron a su acompañante, casi su “sombra compañera”: su
empresario y editor, disfrutador adelantado de sus conversaciones, sus
anécdotas, sus chistes, sus vivencias y sus cuentos. Reidor abierto como un
niño, pese a su cuerpo grande, muy grande. Con su inmensa y poblada barba
oscura, su pronunciada calvicie, su desbordada musculatura, sus abundantes
vellos que se veían en sus manos, o asomaban por el cuello de su camisa. Un
verdadero Zeus tronante que se llamaba - ¡Cómo disfrutaría Felisberto de ello!-
Venus; su acompañante, su amigo, fiel reflejo de su existencia: Venus González
Olassa.
De
pronto, ángel apasionado, Orfila Bardesio nos entregó un comentario: la
leucemia que le aquejó generó una hidropesía que no permitió retirar su cuerpo
por la puerta de la habitación donde falleció. Hubo que armar el ataúd dentro
de la misma y se abrió un hueco en la ventana para poder descolgarlo con
cuerdas. Comentario terrible, sino fuera la muerte de alguien que había vivido
a contracorriente, de alguien capaz de “las más imprevisibles zarabandas
mentales”, con un “surrealismo muy suyo, un proustianismo, un psicoanálisis muy
suyo”, como nos escribió, años después, Italo Calvino al presentar su obra, en
su primera edición italiana.
Texto tomado del libro ¿Quieres contar cuento?, capítulo 13, Recuerdo II
Textos:
Armando Quintero / Ilustraciones:
Fernando Álvarez Cozzi,
tomadas de su Facebook. Son el séptimo y el noveno de una serie de diez collages digitales basados en el cuento
Las Hortensias de
Felisberto Hernández.