“La vida es muy peligrosa. No por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa”. ALBERT EINSTEIN
Ante el texto de Teresa Colomer Martínez y sus puntualizaciones sobre las funciones que cumple la literatura infantil y juvenil en el contexto socio cultural actual, los recuerdos se me amontonaron. Y todas, desde la más pequeña hasta la más grande de las situaciones que me tocaron en esta vida, pasaron de nuevo por mi corazón. Y, por supuesto, me asombraron con toda su carga de múltiples y variadas sensaciones y sentimientos. En mayor o en menor grado, a cada uno le ha correspondido vivir sus penas y sus alegrías que, si aprendió a divertirse con ellas, a sacar hacia fuera lo mejor que cada una lleva dentro, le permitirán abrir las puertas y las ventanas de su propia interioridad, para manifestarla en palabras y en hechos en ese hermoso intercambio de lenguajes que son los cuentos y poemas narrados o dichos a viva voz y a todo cuerpo. O, los cuentos y poemas simplemente leídos, que tienen otros recursos y lenguajes pero, bien manejados, acercan a la Literatura tanto como los primeros.
Si uno oyó a los contadores de cuentos campesinos, apoyando su oído al vientre materno o atendiendo a las vibraciones que los sonidos que esas voces iban provocando en él y si, además, los vio utilizando al cordón umbilical como un periscopio - desde ese espacio redondo como el mundo, donde uno flota como en un submarino: es posible que aprenda a reconocer el amor a las palabras que se dicen, y a valorarlas como tales, desde el propio instante que comience a asomarme a la vida.
Lo dicho no es una mera recreación cargada de fantasía: en algún rincón de mi memoria, y no muy escondido, se encuentra, y vivo. Porque, a partir de ello, tengo muy presente que nací entre cuentos y entre narradores de cuentos. Y, sin querer parodiar a León Felipe, aseguro que me acunaron, me amamantaron, me mecieron, me criaron y jugué con cuentos. Además comencé mi vida escolar en una escuela granja con dos maestras enamoradas de los cuentos, de la poesía, de su profesión y de un abogado, una, y un militar, la otra. Y es posible que, por esto, aprendiera a aceptar las similitudes y las muchas diferencias existentes entre los seres humanos. Ellas nos enseñaron las primeras letras a través de los poemas de Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Federico García Lorca, Miguel Hernández, Rafael Alberti y Pablo Neruda. También, nos acompañaban a dar los primeros pasos, y hasta -¡oh, maravilla!- entender de física, de química, de matemáticas y, por supuesto, del cuidado del jardín y de la huerta, de los bailes tradicionales de nuestro país, y de otros países de Nuestra América y el mundo, de los juegos, los cantos y, sobre todo, del amor a la vida, desde el ejemplo de su profesión como maestras normalistas, asumida a toda entrega.
Si, además, uno pasó a vivir, apenas con ocho años, a una ciudad, frente a la casa de una pareja de ancianos, hermanos, solterones, hacedores de jardines y de huertas, lectores entusiastas y echadores de cuentos. Que, para más datos, tenían una casa toda llena de historias sobre las constelaciones, la luna, los ríos, el viento... Con ellos aprendí a amar la música de los álamos, los sonidos del agua, el valor de los silencios. A leer a Homero, Cervantes, Goethe, Shakespeare, Tolstoi, Quevedo. A amar “La Biblia” y a emocionarme con los “himnos de los dioses”, los “Cantares Mexicanos” y el “Popol Vuh. Y, después, en la escuela, las lecturas de aula y recreo. Con cuentos, fragmentos de novelas y poesías de “El Tesoro de la Juventud”, “Corazón”, “Pinocho”, “Alicia” -la del País de las Maravillas y la de detrás del espejo– “Gulliver”, Julio Verne, Emilio Salgari, Sir Walter Scott, Gabriela Mistral, Alfonsina Storni, Delmira Agustín, Rubén Darío, José Martí. La memorización, el recitado, el escenario escolar, y el aplauso.
Es decir, supe cómo se me daba entrada en el imaginario de mi colectividad, cómo se me facilitaba el aprendizaje de los modelos narrativos y poéticos que se utilizaban en mi cultura y a ampliar el diálogo con las generaciones anteriores y la mía para conocer cómo es o cómo se desearía que fuese el mundo.
Y, ante el texto de Teresa Colomer Martínez y sus puntualizaciones sobre las funciones que cumple la literatura infantil y juvenil en el contexto socio cultural actual, he sentido el golpe, “duro y a la cabeza”, de qué está pasando en este aquí y en este ahora con la Literatura Infantil y Juvenil. En este país, mi país, que me pertenece por elección y que es la patria de mis hijas y de mi nieto.
En lo personal, he podido leerles y narrarles cuentos, en una labor constante y desde muchos años, a diversos niños, jóvenes y adultos. He podido hacer una labor de lectura y narración oral desde el vientre con algunos niños. Y lo puede hacer con mi nieto, a quien, ahora le sigo leyendo y narrando cuentos. Y jugando mucho con él con títeres, juegos tradicionales y mostrándole libros ilustrados. Y haciéndole ver algunos videos de buenos narradores orales y, también, de buenos músicos.
Pero, no olvidemos que estamos en un país formado por un crisol de razas, orígenes y costumbres. Con un predominio de culturas orales y menos culturas de escritura y lectura. Sin dudas, es un país de pocos y malos lectores. Donde los adultos, cuando mucho se comunican oralmente, poco y muchas veces mal. Y que, desde muchos años a esta parte, ha decaído en muchos aspectos. Donde la mayoría de los educadores, irrespetados, mal pagados y cada vez menos formados repiten conocimientos, mal instruyen, asignan tareas, muy poco educan y no son modelos positivos para nadie. Donde las autoridades responsables de la educación no parecen dedicadas a su labor o, como en otras áreas, responsabilizan a otros de sus propias carencias o desaciertos y son menos modelo para todos. Y, donde la mayoría de los padres -si es que existen en una sociedad predominantemente matriarcal- y las abuelas y abuelos ni juegan, ni narran, ni transmiten valores envueltos en la prosa cotidiana de sus intereses inmediatos y, muchas veces, muy personales. (1) Y, donde predomina la violencia en diversas esferas de lo cotidiano y en diversas situaciones. No sola la del hampa, que bien crecida está y, está ahí, aquí, allí predominando.
Por eso, el compromiso se torna en una batalla feroz contra esos molinos de vientos que mueven sus astas como fieros brazos peludos de gigantes ante los pocos Quijotes que valoran la importancia sociocultural de la Literatura. Y obliga a revitalizar la lectura en lo inmediato y sostenernos en una constante y mayor labor para leer, leer y leer. Leer mucho y mejor. Y, ¡ya! Sin esperar de nadie, ni por nadie. Pero seguros que si no lo hacemos nos perdemos, definitivamente, como comunidades, como pueblo, como país. Sin el imaginario de cada una de nuestras colectividades. Sin facilitarles el aprendizaje de los modelos narrativos y poéticos que se utilizan en esta cultura, mi cultura, tu cultura, nuestra cultura. Y sin ampliar el diálogo necesario entre las generaciones anteriores y la de las nuevas generaciones para poder conocer cómo es o cómo se desearía que fuese el mundo que les tocará vivir a nuestros hijos y a nuestros nietos. ¿Estamos dispuestos a ello? ¿Nos comprometeremos a asumir lo que nos corresponde como seres humanos?
(1) No olvidemos, y menos obviemos, la importancia que han adquirido, sobre todo en estos años, los medios y nuevos medios de comunicación y los recursos que puedan aportarnos, la televisión, los videos, los twitters, etc. Que, de alguna manera, reemplazan a los docentes, los padres y los abuelos. Aunque, por supuesto, no podrán sustituir el contacto voz a piel-oído-corazón u otros sentidos y sentimientos de la comunicación directa de la narración oral y, algo menos directa, de la lectura.
Texto de Armando Quintero Laplume