Nunca sabremos cómo
sucedió pero, sucedió.
Sólo sabemos que, como
una gran gallina ponedora que cuida de sus huevos, el silencio ha ido anidando
entre nosotros. Es como si de una pandemia se tratara.
Aunque, por ahora, a
los abuelos aún nos quedan los recuerdos.
Y las leyendas, las
historias y los cuentos de éste y otros tiempos.
Cuando recién nos
mudamos a la zona, en la otra acera, justo a la altura de la callecita que nos
lleva a la pequeña redoma de la entrada principal al parque de enfrente, como
lo llaman mis nietos, había un supermercado.
Estaba muy bien surtido
y la atención de su personal siempre fue muy agradable.
Su dueño era un señor
asturiano, con una cara redonda como la luna llena y unos ojos negros y profundos,
muy brillantes. Parecía un pequeño duende bonachón salido de algún cuento de
hadas. Y él me saludaba, convencido de que yo también era español.
Recuerdo que, como se
acercaba la primera Navidad que celebraríamos en nuestro apartamento y había
recibido un dinero que no esperaba, decidí hacer unas compras allí.
A la entraba del
supermercado, como siempre, estaba el señor asturiano. Al verme, con una amable
y muy abierta sonrisa de cómplice, me comentó:
–¡Oiga, paisano, me
llegaron unas castañas! Están al final de este pasillo.
–¡Qué bueno! Muchas
gracias –le dije– Voy por ellas.
Dejé mi bolso marrón
con asas en los estantes donde hay que colocarlos al entrar.
Al finalizar las
compras y cancelar en la caja, el muchachito que ayuda a guardar lo que has
comprado, recogió mi bolso marrón y trasladó todo lo adquirido al mismo.
Al salir, me acerqué al
señor asturiano.
–Disculpe pero, le tengo
que aclarar algo: yo tengo ascendencia española, pero no lo soy. Nací y crecí
en otro país. La dictadura de mi país me trajo a estas tierras.
Fue como encender un
ventilador.
El hombre no paraba de
hablar detallando como su padre, que fuera delatado por un primo como “un rojo republicano”,
tuvo que huir con toda su familia, perseguido por la dictadura de Franco. Él
era el menor de los cinco hermanos. Recién comenzaba a caminar pero, me
aseguró, que a esa historia la tenía tan viva por los recuerdos familiares que,
“de sólo pensarla se me eriza la piel”. –Me lo dijo, mientras me mostraba sus
brazos, con sus abundantes vellos negros, totalmente parados y continuó
narrando–: Ayudados por los familiares de unos amigos, cruzaron por Galicia a
Portugal, desde donde llegaron a Canarias y luego a Cuba. Con los ahorros de
toda la vida y lo logrado por la venta de sus propiedades, sus padres compraron
unas tierras a las afueras de Camagüey y una casa grande en la ciudad. Trabajando
de sol a sol, el padre y sus dos hermanos multiplicaron las ganancias. Unos
meses después, un paisano que se iba para los Estados Unidos con su familia, les
vendió, casi a precio de gallina flaca, un pequeño mercado que tenía cerca de la
casa familiar. “El día que me sienta bien allá, los invito como socios”, les
dijo a sus padres. Un año después, justo cuando los barbudos entraron a La Habana,
el padre sintió un vuelco en su corazón. Y, como esa mañana había recibido la
invitación prometida por el paisano, esa noche, luego de la cena, les dijo: “Aquí,
en este país, nunca me metí en nada que no fuera mi trabajo pero, dictadura es
dictadura, sea del lado que sea”. Y, agregó, “que iba a vender todo y repartir
las ganancias, que mi madre y mis dos hermanas se iban, con él, para El Norte”.
Mi hermano mayor le respondió que él prefería venirse a Venezuela que, por unos
amigos, sabía que se veía un país de mucho futuro. El del medio dijo: “También.
Me voy con él”. Y yo, que había cumplido
mis diecisiete años y era muy apegado a mi hermano mayor, porque me cuidaba
como al hijo que nunca tuvo y me había apoyado siempre para que completara todos
mis estudios de la primaria y la secundaria en el colegio de los jesuitas,
estoy aquí.
De pronto, se detuvo. De
un solo golpe.
Como si el ventilador
de sus palabras se le hubiera dañado.
Pero me miró, con sus
profundos ojos negros y brillantes, por varios segundos.
Suspiró largo, muy largo.
Y esbozó una leve y tierna sonrisa.
Eso me tranquilizó: el
ventilador no se ha dañado. Fue él quien logró detenerlo. Sus aspas giraban
cada vez más lentas y sin sonido. Hasta que se detuvieron, al fin.
–Ahora me disculpa,
usted: no lograba callarme. Llevaba años con esto adentro.
–¡Tranquilo! –le
respondí, palmeando uno de sus hombros– Sé lo que es esto.
Y nos miramos directo a
los ojos que, por supuesto, se nos verían vidriosos.
Nunca sabremos bien como
sucedió, sólo sabemos que sucedió.
Fue en los días que
apareció el mesías –armado en su lucha por los desposeídos y contra la
devastadora corrupción– muchos, se montaron en su supuesto Tren del Encanto.
Muy corto tiempo
después, el supermercado del asturiano cerró sus puertas.
“Cerrado por reformas”
decía un cartel grande, colocado a la entrada.
Cuando reabrieron sus
puertas, el supermercado seguía muy bien surtido, pero tenía otro dueño y otro
personal. Y, de verdad, ya no era lo mismo.
Del dueño anterior, ni
noticias. Un velo de silencio, hasta de misterio, lo envolvió.
Tengo la seguridad que el
señor asturiano ya no quería vivir una tercera dictadura. Por más que, como
dice el dicho, ésta sea la vencida. Y, como poseía el saber de lo vivido: reconoció
de inmediato que el “propagandeado y mentado Tren de ese tal Encantador” (al
decir de una vecina) con tantos y tantos vagones, cada vez se haría más pesado,
su marcha sería más lenta, hasta desencantar a todos. Pero, sin dudas, antes iría
aplastando entre sus rieles al que se le opuso, lo cuestionó o sólo intentó
discrepar con cada uno de los pasos de su marcha destructora. Fue por eso –más
que creerlo, estoy seguro– que el asturiano desapareció. Como lo hacen los
duendes, ocultándose en el misterio y el silencio.
Día a día el deterioro
del supermercado se fue haciendo evidente.
No se encontraba casi
ninguno de los productos básicos y los viejos clientes salían como espantados
al mirar hacia los estantes, que evidenciaban estar cada vez más vacíos.
El personal, con cara
de aburridos, simulaba arreglar algún producto en las pocas estanterías que los
tenían. Con un trapo, o con la mano, espantaban las moscas cercanas. Y pisaban
las cucarachas que se atrevían a salir, desde abajo de cualquier espacio.
Las cajeras se
maquillaban, se pintaban las uñas con colores llamativos, una y otra vez. O
escribían y respondían mensajes en sus celulares, como seguras de que nadie les
llamaría la atención. Si algún cliente pasaba por la caja le indicaban quién lo
atendería.
Hasta que un lunes, sin
ningún aviso, sus puertas permanecieron cerradas.
Pasaron varios meses.
Una mañana, era muy
temprano aún, en tres camiones y dos camionetas, un grupo de personas cargaron
con todas las estanterías, las balanzas, los muebles y muchas cajas. Y,
descargaron, desde el techo al piso, una enorme lona blanca que cubrió toda la
fachada.
Desde la pequeña redoma
del parque, asustaba: se le veía como el fantasma de un gigante de espaldas,
con la cabeza hundida entre los hombros.
Hubo todo un misterio y
mucho silencio en los trabajos de remodelación que, notorio, avanzaban rápido
pero nadie podía verlos, se realizaban detrás de la gran lona.
Hasta que apareció un
aviso que anunciaba:
Mercado
de las cosas locas
Todo a mitad de
precio
Faltan
siete días para su inauguración
La
fecha del aviso de apertura era modificada día por día.
Al
sexto día apareció este nuevo aviso:
Mercado
de las cosas locas
¡MAÑANA
GRAN INAUGURACIÓN!
Como acostumbro a levantarme
muy temprano, mucho más si tengo algo que hacer, fui el primero en sorprenderme
de lo que mis ojos miraban. Y sería el primero en entrar.
Habían quitado la lona
blanca y allí estaba el nuevo supermercado.
Nunca sabremos cómo lo
hicieron. ¿Cómo se los digo para que lo imaginen? Era como si a un palacio de “Las
mil y una noches” lo hubiese remodelado Piet Mondrian.
La entrada era en
grupos de veinte personas con un tiempo prudente para elegir.
Pasé
un tiempo contemplando cada una de las
nuevas y novedosas estanterías.
Al
principio, temeroso. Pero cada vez más asombrado
de los productos expuestos.
Hasta que, por fin, pensando
en todas las personas que ya esperaban en la cola para entrar, coloqué en la
cesta las cuatro cosas locas permitidas que había elegido.
En primer lugar, un aromático
pan canilla grande con orégano que se amasaba y cocinaba asimismo para sostenerse
siempre fresco, aromático y crocante.
Luego, un paquete de
espaguetis, para cuatro personas, con salsa bechamel que, al abrirlo, cada uno
de ellos se cuadraban como un militar, se lanzaban en la fuente y se movían
como si unos niños se bañaran con un tarro de pintura beige para, luego de unos
minutos, justo al dente, servirse con mucho cuidado en cada plato.
A continuación, unas frescas
berenjenas que danzaban, como bailarinas árabes, una especie de danza del
vientre, mientras giraban alrededor de un plato con huevo batido, antes de trozarse
en finas rebanadas y envolverse, como milanesas, en pan rallado para acostarse
en la bandeja que las llevaría directo al horno.
Por último, un frasco grande
de dulce de lechosa cuyos trocitos parecía que lo miraban a uno, como cuando
las vecinas observan a un bebé detrás de las ventanas, con ojos tan tiernos que
uno siente que se alejan todos los pesares y las violencias del mundo.
Cuando llegaba a la
caja, ya un muchachito me traía mi bolso marrón con asas y le había abierto su
cierre como para ir colocando lo adquirido con sumo cuidado.
La cajera me solicitó la cédula y la tarjeta.
Noté
en su rostro una sonrisa que me recordó
a La Gioconda, aunque muy irónica.
Al
entregarme la factura, la transformación de la cajera se hizo radical.
Sus manos tenían dedos
afinados como los de una pianista, con unas uñas negras, largas y curvadas como
las garras de un animal salvaje. Su cara se había avejentado y estaba tan
arrugada que parecía el rostro de una momia con unas cejas muy gruesas, como las
de hombre. Unos ojos muy negros y saltones como los que aparecen en una
comiquita. Una nariz aguileña, muy curvada y larga que terminaba con una gran
verruga en su punta. Vestía toda de negro y, en su abundante y despeinada
cabeza, lucía unos cabellos que parecían una oscura paja seca. Sobre ella, se
destacaba un sombrero de alas muy anchas y un pico muy alto, negro y brillante
como lo es Tornado, el caballo del Zorro.
Bajé, mi vista para no
seguir mirando aquel esperpento. Pero unas risitas, como si de una hiena se
tratara, hicieron que me volteara. La cajera levantó uno de sus brazos y, su
mano, hizo como si lanzar un polvo o un hechizo hacia mi bolso. Salí casi
corriendo.
Al voltear en la
esquina, una niña con su padre me saludaron.
–¡Es precioso! –dijo la
niña.
–¡Demasiado tierno!
Parece de película –dijo el padre.
–Se nota que lo cuidas
mucho, abuelo –comentó la niña, antes de voltear.
En el bolso se asomaba
la cabeza de un perrito blanco de orejas como alas.
De las cuatro cosas
locas, ni idea.
Regresé a reclamarle a
la cajera.
Pero el supermercado
había desaparecido como, según el cuento, había sucedido con el palacio de
Aladino.
Foto de Benji: XAM / Pincelado y cuento: Armando Quintero Laplume