Clarissa, la vaca azul

Clarissa, la vaca azul
paseando por el campo

domingo, 14 de septiembre de 2008

Artículos y notas sobre Narración Oral

Desde el corazón al oído



Propuesta de una columna para educadores y narradores (primera entrega)





La foto que ilustra nuestro blog (ver inicio):


El narrador oral uruguayo-venezolano Armando Quintero Laplume
En una de sus presentaciones en el Aula Magna de la UCAB, Caracas, octubre del 2006
Foto de Efraín Esparza – El Ucabista


Un cuento para el inicio de este artículo:



“Puño al aire
Sería maravilloso si uno cerrara su puño en el aire. Esperara. Y al abrirlo lentamente descubriera sobre la palma de su mano un pequeño unicornio azul con alas. Y que además lo mirara a uno sonriendo, como invitándolo a dar un paseíto.
Sería maravilloso. Pero...raro. Muy raro.”


Del libro “Los Cuentos de las Vaca Azul” (Editorial Vaca Azul - CONAC, Venezuela, 2000)


La foto y el cuento que inician este artículo tienen una explicación: ilustran dos anécdotas muy importantes entre las tantas que hemos vivido como narrador oral y educador.


El compartirla con ustedes es importante pero el reflexionar sobre ellas es parte de las puertas y ventanas que queremos abrir para la reflexión sobre el maravilloso arte de la palabra viva y la educación que, consideramos, tendría que ser tan afectiva, como eficiente.


He aquí la primera anécdota: Hace unos tres años, en un Festival Internacional que se realiza anualmente en Mérida, narramos para los niños de un preescolar con los muchachos de Narracuentos Ucab. Normalmente, no pasamos de media hora al narrar para niños pequeños pero se notaban tan interesados que seguimos haciéndolo. De pronto, por un impulso, que sentí devenía de la comunicación que habíamos logrado, narro el pequeño cuento citado arriba, "Puño al aire", que nunca lo había escenificado con niños de esas edades. Hay todo un juego corporal que se inicia con el puño elevado en el aire que comienza cerrándose para atrapar al unicornio en el aire y culmina con las palabras del cuento, pero prosigue gestualmente con el brazo casi extendido, la mano abierta, la mirada detenida en la palma hacia arriba, tal como se ve en la foto. Allí visualizo un unicornio (¿imaginario?) que abre sus alas y arranca a volar. Mi mirada sigue este vuelo hasta que lo hago regresar nuevamente a la palma de mi mano. Cuando se posa allí veo una niña tan atenta que se lo alcanzo y ella comienza por pasárselo al compañerito que está su lado, éste al que le sigue y con mucho cuidado, sucesivamente, se los pasan uno a uno. Así llega hasta el niño que está al lado de la maestra que, como nosotros, parecía haber seguido el juego. Emocionado, el niñito le dice:
-Maestra, ¡mire! Y se lo pasa.
Ella lo toma. Todos sentimos que el unicornio está allí.
-Esto que se merece, niñitos - dijo -: ¡un aplauso! - y, sin más, lo hace.
Por supuesto, aplastando al unicornio entre sus manos.
El desconcierto de los niños, no fue menor que el nuestro. Llegamos hasta las lágrimas. Ella, la maestra, no se dio ni cuenta.
A mí, lo único que me salió fue decir:
-¡Qué bruta!
Más tarde, comentábamos con los narradores sobre el hecho. Nos dolió y nos duele. Sobre todo porque los niños disfrutaban de los cuentos porque lamaestra les leía muchos cuentos y era muy eficiente en ello.
Lamentablemente, no tuvo la sensibilidad de percibir lo ocurrido allí, en ese momento, o de continuar el juego de la imaginación que entre todos nos permitió sentir, con los niños, como la realidad de los cuentos es mágica.


He aquí la segunda anécdota: Tiago De Jesús García, uno de nuestros Narracuentos UCAB (que además nos puede contar los cuentos en su idioma de origen, el portugués) estaba en una actividad con niños de primer grado de uno de los colegios oficiales aledaños a la universidad, uno de esos colegios que constantemente visitamos. Se atreve a narrarles "Puño al aire" y nota que uno de los niños, regordete, algo retraído que estaba en un pupitre algo separado de los otros niños le ha seguido muy atento. Decide pasarle el unicornio que ya había regresado de su vuelo a la palma de su mano. A acercarse, oye la voz de la maestra:
-¡No!, a ése, no.
Normalmente, les enseño a mis alumnos algo que Tomás Cacheiro, un excelente educador y ceramista uruguayo, nos decía: -Hay algunos "no" que no hay que hacerles caso. Por suerte, mis alumnos me escuchan y se escuchan. Tiago obedeció a los llamados de su corazón y le entregó el unicornio al niño que, al principio reticente, luego se lo recibió con una iluminada sonrisa.
Al terminar la actividad, los niños pasan al recreo y la maestra se le acerca para decirle: - Yo te decía que no porque ese muchachito es algo retardado y muy agresivo con todos, en especial conmigo, por eso lo tengo separado. Tiago, que es todo un caballero, la escuchó pero no le comentó nada. Al salir del colegio, tiene que atravesar el patio del recreo, cuando está casi en la puerta oye una voz que le llama, acercándose:
-¡Señor!, ¡señor!
Se da vuelta y ve al niño con las palmas de sus manos juntas y extendidas hacia él:
-¡Señor! ¡Su unicornio, que se le olvida!


Propuesta de una columna para educadores y narradores (segunda entrega)


Desde el corazón al oído
Armando Quintero Laplume

¿Intentar? Intentar, lo hemos intentado, y de diversas formas y maneras. Lograr, de verdad, verdad, no lo hemos logrado. Comencemos por reconocer que no es fácil sacar a un “buen educador” de sus esquemas y convenciones. Además, el sistema educativo en el que está inmerso - y en el cual muchos educadores se han encerrado o dejado encerrar -, con su carga administrativa y deshumanizadora, lo somete a un ámbito cada vez menos creativo, cada vez más alejado del vuelo de la imaginación. ¿Será para volverlo cada vez más útil a ese propio sistema? ¿O, para ser, como todo útil, lamentablemente utilizado?
Conste que no creemos y, por supuesto, menos lo queremos, que lo señalado sea un cómodo justificativo para volver a los educadores cada vez más convencionales, “repetidores de conocimientos” o meros “administrativos de la educación”. Creemos que es una realidad que se puede modificar o, al menos, alterar. Sin perjudicar las exigencias superiores pero, sin dudas, con las posibilidades de favorecer su propia formación, y la formación de todos sus educandos, con un mejor modo de enfrentar lo cotidiano del acto educativo.
Nuestro trabajo ha estado vinculado al doble oficio que ejercemos: el de educador y el de artista del maravilloso arte de narrar cuentos “a viva voz y con todo el cuerpo”. Profesiones que hemos elegido de verdad, verdad, más que como un título, como un modo de vida. Nuestro modo de vida. Nuestra vida.
Los textos de la columna que hoy iniciamos son anotaciones sobre ese doble oficio y, principalmente, reflexiones sobre nuestros actos, experiencias y vivencias en los mismos. Por supuesto, no son verdades absolutas. Son, simplemente, una mano que tendemos, con sus cinco dedos dispuestos y dirigidos a cada educador. Una mano solidaria y, cada vez menos, solitaria. Son sólo aportes para que los experimenten y adapten a sus realidades, a sus actos, a sus experiencias y vivencias en relación con su medio, sus educandos y con ellos mismos. Seguro, eso sí, que los ayudarán en su doble oficio, que lo tienen. Y no sólo porque el arte de contar cuentos, siempre va a la escuela. Basta observar que todo educador, al no ser un mero repetidor de conocimientos, tiene un texto que aprender, y aprehender, para entregarlo oralmente; con todos los lenguajes posibles; a unos escuchas que “se encantarán” de él y de lo que dice, en un espacio, el aula, que oficiará como cualquier espacio escénico; durante un tiempo previamente establecido y bajo situaciones determinadas. ¿O, no? A partir de esto, es seguro que nadie se extrañará cuando nos oiga aseverar: todo educador es un narrador oral de cuentos, aunque, por supuesto, algunos aún necesitan ser conscientes de ello.
Unas ideas para reflexionar
El arte de contar un cuento lo es desde la unidad de todo lo que lo hace posible:
1) desde la unión dada por lo verbal, lo vocal, lo gestual el uso del espacio y todos los diversos lenguajesno verbales, que se expresan en el acto mismo en que se narra.
2) las relaciones entre el narrador oral del cuento con sus escuchas u oyentes, el lugar donde se cuenta, el momento en el cual contamos, las situaciones que estamos viviendo todos los participantes en el acto comunicativo de narrar (narrador y público)
3) los diferentes factores que componen e integran la coparticipación sentimental, sensorial y efectiva de la comunicación que se establezca entre todos ellos como factores participantes y no excluyentes del mismo.


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Lo crean o no lo crean: No hay sistemas, no hay métodos, no hay recetas para alcanzar la maestría en narración oral: sólo hay historias de narradores orales y narraciones ejemplares de los narradores en acción. Sólo vivencias o cuentos compartidos. También en esto nuestro oficio se hace y es entre los otros, en los otros, desde los otros, con los otros.
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La alegría, la ternura, el asombro son recursos renovables que poseemos, que nos pertenecen. ¿Pensamos negociarlos? En este momento, como en cualquiera otro, podríamos... pero, ¿seguiríamos contando de verdad, verdad, después de ello?


Sugerencias para un cambio: Jugar con las palabras, para descubrir y aprender como los niños


Dos cuentos para compartir
De mi libro “Un lugar en el bosque” (Editorial Kalandraka, España, 2004)


1) Lobo Abuelo cuenta cuentos


Lobo Abuelo cuenta cuentos.
Cambia el cuerpo, las patas, los aullidos...
¡Cuánto cambia y cómo cambia en cada cuento!
Todos lo ven hacerse grande y gordo como un oso que roza su cabeza con las nubes. Todos lo ven hacerse pequeño e inquieto como una pulga que vive en un bosque de árboles pequeños, de hojas y raíces pequeñas.
Lobo Abuelo cuenta cuentos y hace que todos viajen al bosque donde cualquier cosa es posible, hasta los gritos del silencio.


2) Muchachita del Bosque

Escucha –dijo Lobo Grande a Lobo Pequeño-. Y pon mucha atención. Si por ese sendero pasa una niña con una cesta y una caperuza de este color –le mostró unas guindas-, ni le hables: ¡Es un ser muy peligroso! Esa muchachita tuvo mucho que ver con el triste final de tu tatarabuelo.




Propuesta de una columna para educadores y narradores (tercera entrega):


Los recuerdos se amontonan cuando desde la más pequeña hasta la más grande de las situaciones que nos tocaron vivir en un momento, pasan de nuevo por nuestro corazón - que, dicho sea de paso, es el significado de “ri-cordis”: volver a pasar por el corazón – y, nos asombran con toda su carga de múltiples y variadas sensaciones y sentimientos. Poco a poco, los seleccionamos para que se conviertan en cuentos a compartir con todos, entre todos, para todos, y lo expresamos como una vivencia, como una película que nos gustó o como ese capítulo de la telenovela que nos ha interesado. ¿No te ha sucedido algo así?
Esa misma sensación tenemos que tener al contar un cuento: ¡volverlo a pasar por nuestro corazón! Vivirlo con la sensación de: ¡eso nos pasó a nosotros!
No es novedad reconocer que nada de lo que vivenciemos le será ajeno a quien nos escuche y nos vea. Porque, sobre todo, en mayor o en menor grado, a cada uno le ha correspondido vivir sus penas y sus alegrías que, si aprendió a divertirse con ellas, también le permitirán abrir las puertas y ventanas de su propia interioridad, para manifestarla en palabras y en hechos en este hermoso intercambio de lenguajes que son los cuentos narrados a viva voz y a todo cuerpo.

Contamos si hemos vivido. O si reconocemos en nosotros mismos, y con seguridad, qué hubiéramos hecho y cómo nos sentiríamos si nos hubiera tocado vivir esa misma situación. No podemos mentirla, es nuestra, nos pertenece.

Contamos si sabemos muy bien la historia que queremos compartir, no desde la memoria mecánica, fría, repetidora, sino desde el corazón. Reviviéndola.

“El narrador oral no es un repetidor, es un creador”, ha dicho Francisco Garzón Céspedes del oficiante del oficio.

Contamos si conocemos al personaje: cómo es, en todos los aspectos y en todas sus dimensiones físicas, sociales, culturales... Desde adentro, como si fuéramos él. No haciendo como si fuéramos él. Siendo él.
Contamos si nos ubicamos en el espacio y en el tiempo de ese personaje: dónde, cómo, para qué se mueve en cada momento que lo hace. Viéndolo.

Contamos si sabemos improvisar y recrear permanentemente lo narrado. Si sabemos que, como asegurara un día Enrique Buenaventura, El Director del Teatro de Cali: “Se improvisa sobre lo que se sabe, no sobre lo que se olvida o desconoce”. Que es como decir: "si somos improvisadores, no improvisados". Como agrego permanentemente ante mis alumnos y talleristas.

Contamos si reconocemos que lo hacemos con el público, desde nuestra humildad, desde nuestra honestidad, desde nuestra verdad y desde nuestra seguridad en nosotros mismo, porque ningún cuento es inocente y, por ello, no podemos contar cualquier historia. Ni por nosotros, ni por ellos.

Contamos al divertirnos, si sacamos hacia fuera lo que tenemos dentro. Sin la intención de moralizar o educar como principio, sino con la seguridad de narrar como para abrirle puertas y ventanas a la imaginación, los sentimientos, los sentidos, el corazón de los otros. Desnudando ante ellos nuestro propio corazón.

Contamos si asumimos a conciencia un oficio que, como tal tiene su teoría, su práctica y su propia historia. Si lo reconocemos como un arte de todos los tiempos, igual y diferente en otros espacios y en otros tiempos y con todas sus similitudes y sus propias diferencias con otras manifestaciones de la escena.
Unas ideas para reflexionar:
¿De verdad se valora al arte de contar cuentos en la educación formal?
Terrible situación la que se plantea porque, en muchos casos, es una pregunta que ya tiene contestación: no se lo valora. Aunque se diga lo contrario. Veamos un texto breve, para reflexionar a lo largo. Aparece en el libro del educador y narrador oral Rodolfo Castro La intuición de leer, la intención de narrar (Editorial Piados, México, 2002) donde, entre los varios aportes que nos brinda, encontramos este párrafo:
“La narración oral es de plano despreciada en ámbitos donde debería ser tomada como núcleo en torno al cual giraran otros aprendizajes y disfrutes. Me refiero a los institutos y universidades dedicados a la formación pedagógica, en los cuales no existe una materia que estimule el desarrollo de esa habilidad. En los institutos y escuelas de formación pedagógica, este tema se estudia formalmente, reconociendo la importancia de contar cuentos y de hacerlo bien, pero se trabaja poco en los aspectos teóricos y casi nada en los prácticos. Por ello, contar cuentos no pasa de ser un recurso didáctico de difícil aplicación, y del cual es aún más difícil obtener resultados apreciables. Se acepta en la teoría pero se rechaza en los hechos que contar cuentos pone en juego un sinnúmero de habilidades relacionadas con el manejo de la voz, la expresividad gestual y corporal, la comprensión lectora, la escritura, la respiración, la dinámica grupal, la improvisación, el juego dramático creativo, la imaginación, la resolución de conflictos… siguen las firmas.”
¿Qué hacemos? ¿Cómo logramos cambiar o modificar la situación? Éstas son algunas de las tantas interrogantes que podemos plantearnos para abrir puertas y ventanas hacia las posibilidades de una mejor educación.
Sugerencias para un cambio:
Trabajar narrando, en los hechos


Dos cuentos para compartir
Del libro “Un lugar en el bosque” (Editorial Kalandraka, España, 2004)


1) Cae la noche

Lobo Abuelo y Lobo Pequeño paseaban por el bosque cuando cayó la noche.
-¡Qué poca luz! ¡Nos vamos a perder! –dijo Lobo Pequeño.
-No tengas miedo -lo tranquilizó Lobo Abuelo-. Nos guiaremos por las estrellas.
Mientras caminaban hacia la guarida, Lobo Abuelo le fue mostrando el cielo: contemplaron el planeta Marte y el luminoso Venus, cómo titilan las estrellas y los planetas no, y le enseñó a reconocer algunas constelaciones... Lobo Pequeño estaba asombrado.
Cuando llegaron, Lobo Abuelo le dijo:
-Una noche te mostraré la Loba Mayor y la Loba Menor; son constelaciones que sólo los viejos lobos conocemos.


2) Luz de luna

-¡Aullad, aullad siempre! –decía Loba Abuela a sus lobeznos–. No es que la luna sea terca, es que es viejecita; por eso anda tan despacio y tarda en darse la vuelta para enseñar su cara oscura, y en dejarnos dormir. Pero lo consigue. Claro que con los años que tiene, está desmemoriada, y cada poco tiempo vuelve a mostrarse con toda su luz.


Armando Quintero Laplume

Cuentos para narrar

Rincón de Jóvenes y Adultos


La princesa que no reía

(tomado de Letralia número 121)

No todo cuento tiene que comenzar con “Había una vez”, pero este sí.
Había una vez un cielo, con nubes, sol y pájaros volando. Debajo de esto un reino, con su bosque, su campo, su río y su pequeña montaña. En la montaña, un palacio, con su torre. Y, en la torre —asomada— una princesa que no reía y, casi siempre, estaba como mirando hacia el camino.
La princesa era bondadosa y muy querida por su pueblo y el reino era feliz, bueno, casi feliz, ya que todos —desde los Reyes hasta el más pequeños de los súbditos— se notaban preocupados por la seriedad que la embargaba.
Las personas del pueblo opinaban de diversas maneras sobre su falta de risa. Unos decían que una bruja le había dado a beber un elíxir mágico, envidiosa de todas las alegrías del reino. Otros, que un mago, habiéndose enamorado perdidamente de la princesa, al no verse correspondido por ella, le impuso el eterno castigo de vivir sin reír. No, la enamorada es la princesa —sostenían unos terceros—; cómo se explica, agregaban, que siempre esté mirando desde la torre: sólo espera el retorno del príncipe azul que una vez vimos pasar por el camino.
Todos los días —a la mitad de la mañana y a la mitad de la tarde— llegaban juglares, trovadores, magos, malabaristas y bufones. Venían desde todos los rincones de aquel pequeño reino, y hasta algunos eran traídos desde muy lejanas tierras. Pero ni aquellos ni éstos lograban hacer reír a la princesa. Ni siquiera sacarle la más leve sonrisa.

Claro, uno podía suponer las razones que tendría la princesa para no reír. ¿Tú lo harías con unos juglares y trovadores que cantan sangrientas historias de guerras pasadas, antiguas leyendas o dolidas endechas de amores imposibles? Más bien, igual que yo, llorarías. ¿Lo harías con unos magos que te hacen siempre los conocidos trucos con pañuelos, conejos, palomas, espejos, cajas o mujeres atravesadas por enormes cuchillas o sierras descomunales? Te aburrirías mucho, ¿verdad? ¿O con malabaristas que hacen girar numerosas pelotas, platos, palos, botellas u otros objetos, mientras atraviesan cuerdas suspendidas o se posan sobre pequeñas superficies? Creo no equivocarme si te digo que, con el vibrar de tus nervios, no podrías reírte. Y, ¿qué decir de los bufones, con esas figuras tan desiguales y grotescas como sapos enormes? No niego el esfuerzo que hacían todos por ayudar a la princesa. Sólo lamento no haber estado allí para plantearles mis dudas e, incluso consultando con ella, encontrar otras posibilidades de lograr su risa o, al menos, el esbozo de una sonrisa. Pero, sigamos con el cuento.
Una de esas mañanas, de esas en que la princesa estaba en la torre mirando hacia el camino, por el sendero salpicado de florcitas del campo, mariposas azules y pájaros revoloteando, se oyó un cantar que venía por el aire, desde lejos, detrás de las colinas que ocultaban el camino, casi antes del horizonte.

Era una canción muy festiva. Tanto que, los labradores tenían que dejar de sembrar sus tierras para reírse. Los bueyes y caballos de tiro se desprendían de los carros y arneses para revolcarse, riéndose. Las aves detenían sus vuelos y se posaban de nuevo en los árboles, a reír. Los caminantes no podían seguir con su marcha, por las risas. Todos los animales de los campos y bosques salían de sus cuevas, refugios y nidos para —con los sonidos del cantar— reír y reír. Los árboles y las plantas sacudían sus ramas y tallos, como si un viento interior las moviera: era su manera de reír. Los peces de los ríos y de la mar cercana, se amontonaban en las orillas y en las playas, riendo. También, como has de suponer, las personas del palacio, desde los reyes, hasta el más pequeño de los súbditos...
Mmm... ¿Todas las personas? Bueno, la princesa seguía en la torre, mirando hacia el camino, sin reír. Desde allí ya se veía al cantor de la canción festiva. Perdón, los cantores —que uno de ellos, mejor dicho, una, sea pequeña, no le quita importancia—: eran Juan y su pulga mágica.
Mucho antes de llegar a las puertas del palacio, se acercaron a Juan y Juanita, su pulga, unos emisarios enviados por el Rey. Temerosos de que, como el príncipe azul mencionado anteriormente, pasaran de largo por el camino. Llevaban una carta real, invitándolos a realizar una presentación para toda la corte, a pagar con diez monedas de oro, cantantes y sonantes, y a prueba de buenos dientes.

Luego de comer, beber y descansar, a Salón Principal de Palacio lleno, Juan y Juanita realizaron su maravillosa presentación. Registrada, luego, en el Libro de las Crónicas del Reino, guardada por muchas generaciones en la memoria oral de todos los abuelos y cuentacuentos, como celebrada en romances y canciones de juglares y trovadores desde esos tiempos.
Cuando Juan tomó la cajita y salió al centro del salón, comenzaron los aplausos. Cuando abrió la caja y Juanita —en malla de fino terciopelo y con su mejor falda multicolor de volados y lentejuelas— saltó a la mesa, los aplausos recrudecieron, para repetirse, con igual intensidad, ante cada uno de sus números.
Juanita saltó la cuerda, tocó la flauta, bailó un minueto, una mazurca y hasta un vals. Simuló los balidos de una oveja, los cantos de un gallo, los mugidos de una vaca, los aullidos de un lobo y hasta hizo unos sonidos que asustaron a todos, aunque no los conocían en la corte: eran los barritos de un elefante, que había aprendido a imitar cuando viajaron con Juan por el norte de África. Dio numerosos saltos mortales, sencillos y triples, de frente, de lado y de espalda. Entre aplausos, hurras, vítores y vivas cerraron su actuación con la, ya famosa, “Canción Festiva”. Todos aplaudían y reían, reían y aplaudían a rabiar... ¿Mnnn..? ¿Todos? Sí: todos, menos la princesa. Con tantos aplausos y risas, me distraje, ¿de acuerdo?

Juanita, rompiendo todo protocolo, brincó, desde la mesa donde saludaba, a la falda de la princesa. De inmediato, al centro de su pecho y, de ahí, a su hombro. Luego, se acercó a su oído y le dijo algo, casi en secreto. La princesa, primero, se sonrió —leve, como toda una princesa— para, poco a poco, reírse, hasta culminar en el más sonoro estallido de carcajadas que se haya oído en la historia del reino.
Todos los que escuchan o leen este cuento preguntan siempre si se sabe qué es lo que le dijo Juanita a la princesa. Por suerte, mi tatarabuelo —que estaba de paso ese día en el reino, y asistió a toda la presentación—, lo guardó muy bien en su memoria. Se lo dijo al bisabuelo, éste a mi abuelo y, por él, lo sé yo:
—Bli bli bli bli, burulú bli bli, blum blam bli bli. Bli bli buruli blibli blumblam blibli.
En la familia, todos, siempre hemos lamentado no haber aprendido nunca el pulgués, el pulgñol, el pulgán o cómo se llame al idioma de las pulgas. Nos queda el consuelo de saber que la Princesa que no reía lo hablaba a la perfección.

Cuento de Armando Quintero Laplume


Rincón de Niños

Clarissa y el mar

Allá, después de la mar océano.
Como a treinta y tres grados al sur.
En un país pequeño que es como un corazón patas arriba.
Allá vive Clarissa.

Clarissa sonríe bajo la sombra de un árbol y mira hacia el horizonte.
- Un lugar como éste no hay –piensa Clarissa.
La vista se le pierde por la llanura.
Entre los pastos tiernos y frescos de tan verdes.

Allá donde vive Clarissa hay un río.
Que para algunos es como muy pequeño para ser un río.
Pero para todos es enorme por sus cuentos, poemas y canciones.

A veces Clarissa mira hacia los tres puentes que atraviesan el río de su mundo.
Y piensa: - Hay lugares en los que se nace para irse.
Pero se queda allí como pasajera del tiempo.
Y escucha entre sueños pasar los trenes.

Un día un pajarito se posó sobre su cabeza.
- Nuestro río tiene las olas grandes –dijo Clarissa por hablarle.
- Tan grandes como las del mar –dijo el pajarito.
Y Clarissa le dijo que no había visto nunca el mar.

Y el pajarito le contó de las olas del mar y del sonido en sus playas.
De los puertos, los barcos y veleros que llegan y se van.
- ¿Qué más? –preguntó Clarissa.


Y Clarissa oyó decir de las aguas del mar.
De su sabor salado lleno de peces, pulpos, calamares, camarones y de caracoles. De sus vientos y mareas.
- ¿Qué más? –volvió a preguntar Clarissa.


El pajarito miró los ojos de Clarissa y recordó la mirada de un marinero que andaba caminando tierra adentro, lejos del mar.
Y fue cuando le contó el encuentro de Odiseo con las sirenas.


Y ahí quedó Clarissa enamorada del mar.


- ¿Qué la pasa a ella? –se preguntaban las hermanas.
- ¿Qué bichito la ha picado? –se preguntaba su mamá.
- ¿Qué hace esa vaquita loca? –preguntó el toro rojo que la vio pasar. ¿Será contagioso?


- Espero que sí -pensó Clarissa.
Es que Clarissa, de sólo pensar en el mar, se colorea de azul.
Y cuando así le ocurre Clarissa se va a recorrer su mundo y el de los otros.


Y comienza a abrir puertas y ventanas para siempre en el corazón de todos.
Desde la ubre de sus cuentos, desde el piquito de su risa, desde el cielo claro de su regazo azul.

Cuento de Armando Quintero