Clarissa, la vaca azul

Clarissa, la vaca azul
paseando por el campo

domingo, 24 de febrero de 2008

Vivencias y Recuerdos

Los textos fueron tomados del documento ¿Quieres contar cuentos?
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http://weblog.mendoza.edu.ar/teoria/archives/textos_contar_cuentos.doc
Vivencia 1

De Jairo Aníbal Niño uno aprende muchas cosas: desde tener una casa cuyas paredes no sean de ladrillos sino de libros, hasta asumir a la ternura y el humor como respuestas a las diversas formas de la violencia. De Jairo Aníbal Niño, sobre todo, uno aprende a abordar la realidad cotidiana desde el lado poético de la misma: aún en aquellos instantes en que pudiera ser demasiado cotidiana, muy común, posiblemente vulgar.
Compartíamos el IV Festival Iberoamericano de Narración Oral Escénica en Elche, Alicante, como habíamos compartido el de Madrid: con toda la fuerza de nuestras voces y todo el entusiasmo de nuestros cuerpos, llenos de nosotros y del hacer y decir de los otros.
Andábamos caminos – vivenciando la sencilla importancia de tantas calles cubiertas por el polvo de los siglos- cuando Jairo nos comenzó a hablar del unipersonal que estrenaría, ante el público del Festival, en noches siguientes. Quería que le acompañáramos a elegir, y nos proponía – gran honor, no tanto para su esposa Irene, por ser una práctica familiar, como para mí, al permitirme participar de ella – una serie de los temas que presenta en sus amorosas conversaciones.
Los tres pensamos en la importancia, para ese público, de su encuentro en un vuelo, con la risa, las miradas y la complicidad compartida con una niña que, descubrió, no era otra que la hermana desconocida de El Principito: vivencia de su viaje a Monterrey (México) y que fuera presentada en el Segundo Festival de Narración Oral Escénica, con toda la magia del ser y hacer de este Señor de la Palabra que se Dice.
En ese andar, distraídos y abstraídos, nos habíamos llegado a la plaza de Elche, con su fuente y sus palmeras, su Gran Teatro y sus jardines, su revuelo de pájaros, su bar, sus comercios, el conversar de su gente, sus vendedores callejeros y el juego de sus niños.
Y fue ahí cuando el silencio nació, cuánto duró no lo sabemos: frente a nosotros correteaba, como jugando con sus propios pasos, una niña de rubios y ensortijados cabellos. Pequeñita – tanto para poder pensar que disfrutaba de un correr que recientemente realizaba sola- vestía un abrigo largo y azul, similar en forma y en tono al dibujado por Saint Exupery para el personaje de su maravilloso libro. Todo no hubiera pasado de una feliz coincidencia: pero el lado poético de la vida va más allá de un nivel rudimentario.
Nuestro silencio creció cuando, ante nosotros, apareció una hoja que venía traída por el viento. Desprendida quién sabe de dónde – porque la plaza tiene palmeras y no árboles- giró, giró, giró hasta depositarse en los pies de la pequeña. Ella también había seguido su descenso sereno y sencillo. La cogió con un delicado gesto. Se acercó a la fuente, humedeció apenas la hoja en sus aguas y, con ella, refrescó una de sus acaloradas mejillas. Volvió a humedecerla, para realizar el mismo acto en la otra mejilla. Luego la soltó y siguió correteando...perdiéndose en medio de los otros, los niños y adultos, en ese jugar con sus propios pasos.
Nuestras miradas sorprendidas – la de Irene, la de Jairo, la mía- volvieron a encontrarse. Nuestro silencio permaneció unos segundos más, hasta estallar en abrazos y risas: ¿Qué podríamos decir ante La Aparición de la Principita?


Recuerdo 1

En la neblina del tiempo que pasa, los seres y las cosas se desdibujan, los hechos se distorsionan. El recuerdo – no sólo en lo etimológico- permite pasarlos de nuevo por el corazón. Pero, en cada pasaje hay nuevos “desdibujos”, nuevas distorsiones. Sin embargo, algo permanece: una imagen o una situación, de dimensiones pequeñas, de diminutas acciones, aunque más no sea: es “ese algo” detenido en un tiempo. Y uno lo vuelve a ver una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez...
Así se me aparece, con una constancia casi infinita, la imagen de León Felipe visitando a mi pueblo: un hombre vestido de blanco, con zapatos y medias blancas, traje blanco, camisa y corbata blancas, barbas y cabellos blancos, sombrero blanco y un bastón negro- ¿Hablaba de la España dolorida, de su exilio y el de miles de españoles dispersos por el mundo?- Sólo sé que decía. Y decía como un patriarca hebreo: amando tanto la poesía que, estaba seguro, en cualquier instante, se convertiría en palabras para volar con el viento.
Y esa imagen se me grabó por siempre aunque, en aquel momento, la mirada que la registraba no tenía más de cuatro años.
Mucho tiempo después, Tomás Cacheiro nos contaría que, en el recital realizado ante el público del Ateneo de Treinta y Tres, con todo el dolor de su ser errante, el poeta entró diciendo:
“Yo no tengo sillas
yo no tengo sillas
yo no tengo sillas donde sentarme”
El Tata Zabalegui – empeñoso compañero, casi “analfaorejas”- sentado en los primeros puestos de un auditorio repleto, se levantó y, con la silla en la que había estado sentado tomada firmemente en sus manos de mecánico, se acercó , diciéndole:
Sírvase Don León. Aquí tiene una.
León Felipe que, más que a la voz, escuchó a los latidos de ese corazón – que no
entendiendo lo que estaba recitando el otro, sin embargo, le demostraba estar loco de la posibilidad de ser solidario- lleno del asombro, la alegría y la ternura de la que era capaz, le respondió:
No me refiero a esa clase de sillas, compañero.
Y continúo sus poemas.

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