Clarissa, la vaca azul

Clarissa, la vaca azul
paseando por el campo

viernes, 3 de julio de 2020

El mercado de las cosas locas





Nunca sabremos cómo sucedió pero, sucedió.
Sólo sabemos que, como una gran gallina ponedora que cuida de sus huevos, el silencio ha ido anidando entre nosotros. Es como si de una pandemia se tratara.
Aunque, por ahora, a los abuelos aún nos quedan los recuerdos.
Y las leyendas, las historias y los cuentos de éste y otros tiempos.
Cuando recién nos mudamos a la zona, en la otra acera, justo a la altura de la callecita que nos lleva a la pequeña redoma de la entrada principal al parque de enfrente, como lo llaman mis nietos, había un supermercado.
Estaba muy bien surtido y la atención de su personal siempre fue muy agradable.
Su dueño era un señor asturiano, con una cara redonda como la luna llena y unos ojos negros y profundos, muy brillantes. Parecía un pequeño duende bonachón salido de algún cuento de hadas. Y él me saludaba, convencido de que yo también era español.
Recuerdo que, como se acercaba la primera Navidad que celebraríamos en nuestro apartamento y había recibido un dinero que no esperaba, decidí hacer unas compras allí.
A la entraba del supermercado, como siempre, estaba el señor asturiano. Al verme, con una amable y muy abierta sonrisa de cómplice, me comentó:
–¡Oiga, paisano, me llegaron unas castañas! Están al final de este pasillo.
–¡Qué bueno! Muchas gracias –le dije– Voy por ellas.
Dejé mi bolso marrón con asas en los estantes donde hay que colocarlos al entrar.
Al finalizar las compras y cancelar en la caja, el muchachito que ayuda a guardar lo que has comprado, recogió mi bolso marrón y trasladó todo lo adquirido al mismo.
Al salir, me acerqué al señor asturiano.
–Disculpe pero, le tengo que aclarar algo: yo tengo ascendencia española, pero no lo soy. Nací y crecí en otro país. La dictadura de mi país me trajo a estas tierras.
Fue como encender un ventilador.
El hombre no paraba de hablar detallando como su padre, que fuera delatado por un primo como “un rojo republicano”, tuvo que huir con toda su familia, perseguido por la dictadura de Franco. Él era el menor de los cinco hermanos. Recién comenzaba a caminar pero, me aseguró, que a esa historia la tenía tan viva por los recuerdos familiares que, “de sólo pensarla se me eriza la piel”. –Me lo dijo, mientras me mostraba sus brazos, con sus abundantes vellos negros, totalmente parados y continuó narrando–: Ayudados por los familiares de unos amigos, cruzaron por Galicia a Portugal, desde donde llegaron a Canarias y luego a Cuba. Con los ahorros de toda la vida y lo logrado por la venta de sus propiedades, sus padres compraron unas tierras a las afueras de Camagüey y una casa grande en la ciudad. Trabajando de sol a sol, el padre y sus dos hermanos multiplicaron las ganancias. Unos meses después, un paisano que se iba para los Estados Unidos con su familia, les vendió, casi a precio de gallina flaca, un pequeño mercado que tenía cerca de la casa familiar. “El día que me sienta bien allá, los invito como socios”, les dijo a sus padres. Un año después, justo cuando los barbudos entraron a La Habana, el padre sintió un vuelco en su corazón. Y, como esa mañana había recibido la invitación prometida por el paisano, esa noche, luego de la cena, les dijo: “Aquí, en este país, nunca me metí en nada que no fuera mi trabajo pero, dictadura es dictadura, sea del lado que sea”. Y, agregó, “que iba a vender todo y repartir las ganancias, que mi madre y mis dos hermanas se iban, con él, para El Norte”. Mi hermano mayor le respondió que él prefería venirse a Venezuela que, por unos amigos, sabía que se veía un país de mucho futuro. El del medio dijo: “También. Me voy con él”.  Y yo, que había cumplido mis diecisiete años y era muy apegado a mi hermano mayor, porque me cuidaba como al hijo que nunca tuvo y me había apoyado siempre para que completara todos mis estudios de la primaria y la secundaria en el colegio de los jesuitas, estoy aquí.
De pronto, se detuvo. De un solo golpe.
Como si el ventilador de sus palabras se le hubiera dañado.
Pero me miró, con sus profundos ojos negros y brillantes, por varios segundos.
Suspiró largo, muy largo. Y esbozó una leve y tierna sonrisa.
Eso me tranquilizó: el ventilador no se ha dañado. Fue él quien logró detenerlo. Sus aspas giraban cada vez más lentas y sin sonido. Hasta que se detuvieron, al fin.
–Ahora me disculpa, usted: no lograba callarme. Llevaba años con esto adentro.
–¡Tranquilo! –le respondí, palmeando uno de sus hombros– Sé lo que es esto.
Y nos miramos directo a los ojos que, por supuesto, se nos verían vidriosos.

Nunca sabremos bien como sucedió, sólo sabemos que sucedió.
Fue en los días que apareció el mesías –armado en su lucha por los desposeídos y contra la devastadora corrupción– muchos, se montaron en su supuesto Tren del Encanto.
Muy corto tiempo después, el supermercado del asturiano cerró sus puertas.
“Cerrado por reformas” decía un cartel grande, colocado a la entrada.
Cuando reabrieron sus puertas, el supermercado seguía muy bien surtido, pero tenía otro dueño y otro personal. Y, de verdad, ya no era lo mismo.
Del dueño anterior, ni noticias. Un velo de silencio, hasta de misterio, lo envolvió.
Tengo la seguridad que el señor asturiano ya no quería vivir una tercera dictadura. Por más que, como dice el dicho, ésta sea la vencida. Y, como poseía el saber de lo vivido: reconoció de inmediato que el “propagandeado y mentado Tren de ese tal Encantador” (al decir de una vecina) con tantos y tantos vagones, cada vez se haría más pesado, su marcha sería más lenta, hasta desencantar a todos. Pero, sin dudas, antes iría aplastando entre sus rieles al que se le opuso, lo cuestionó o sólo intentó discrepar con cada uno de los pasos de su marcha destructora. Fue por eso –más que creerlo, estoy seguro– que el asturiano desapareció. Como lo hacen los duendes, ocultándose en el misterio y el silencio.
Día a día el deterioro del supermercado se fue haciendo evidente.
No se encontraba casi ninguno de los productos básicos y los viejos clientes salían como espantados al mirar hacia los estantes, que evidenciaban estar cada vez más vacíos.
El personal, con cara de aburridos, simulaba arreglar algún producto en las pocas estanterías que los tenían. Con un trapo, o con la mano, espantaban las moscas cercanas. Y pisaban las cucarachas que se atrevían a salir, desde abajo de cualquier espacio.
Las cajeras se maquillaban, se pintaban las uñas con colores llamativos, una y otra vez. O escribían y respondían mensajes en sus celulares, como seguras de que nadie les llamaría la atención. Si algún cliente pasaba por la caja le indicaban quién lo atendería.
Hasta que un lunes, sin ningún aviso, sus puertas permanecieron cerradas.
Pasaron varios meses.
Una mañana, era muy temprano aún, en tres camiones y dos camionetas, un grupo de personas cargaron con todas las estanterías, las balanzas, los muebles y muchas cajas. Y, descargaron, desde el techo al piso, una enorme lona blanca que cubrió toda la fachada.
Desde la pequeña redoma del parque, asustaba: se le veía como el fantasma de un gigante de espaldas, con la cabeza hundida entre los hombros.
Hubo todo un misterio y mucho silencio en los trabajos de remodelación que, notorio, avanzaban rápido pero nadie podía verlos, se realizaban detrás de la gran lona.
Hasta que apareció un aviso que anunciaba:
Mercado de las cosas locas
Todo a mitad de precio
Faltan siete días para su inauguración
La fecha del aviso de apertura era modificada día por día.
Al sexto día apareció este nuevo aviso:
Mercado de las cosas locas
¡MAÑANA GRAN INAUGURACIÓN!
Como acostumbro a levantarme muy temprano, mucho más si tengo algo que hacer, fui el primero en sorprenderme de lo que mis ojos miraban. Y sería el primero en entrar.
Habían quitado la lona blanca y allí estaba el nuevo supermercado.
Nunca sabremos cómo lo hicieron. ¿Cómo se los digo para que lo imaginen? Era como si a un palacio de “Las mil y una noches” lo hubiese remodelado Piet Mondrian.
La entrada era en grupos de veinte personas con un tiempo prudente para elegir.
Pasé un tiempo contemplando cada una de las  nuevas y novedosas estanterías.
Al principio, temeroso.  Pero cada vez más asombrado de los productos expuestos.
Hasta que, por fin, pensando en todas las personas que ya esperaban en la cola para entrar, coloqué en la cesta las cuatro cosas locas permitidas que había elegido.
En primer lugar, un aromático pan canilla grande con orégano que se amasaba y cocinaba asimismo para sostenerse siempre fresco, aromático y crocante.
Luego, un paquete de espaguetis, para cuatro personas, con salsa bechamel que, al abrirlo, cada uno de ellos se cuadraban como un militar, se lanzaban en la fuente y se movían como si unos niños se bañaran con un tarro de pintura beige para, luego de unos minutos, justo al dente, servirse con mucho cuidado en cada plato.
A continuación, unas frescas berenjenas que danzaban, como bailarinas árabes, una especie de danza del vientre, mientras giraban alrededor de un plato con huevo batido, antes de trozarse en finas rebanadas y envolverse, como milanesas, en pan rallado para acostarse en la bandeja que las llevaría directo al horno.
Por último, un frasco grande de dulce de lechosa cuyos trocitos parecía que lo miraban a uno, como cuando las vecinas observan a un bebé detrás de las ventanas, con ojos tan tiernos que uno siente que se alejan todos los pesares y las violencias del mundo.
Cuando llegaba a la caja, ya un muchachito me traía mi bolso marrón con asas y le había abierto su cierre como para ir colocando lo adquirido con sumo cuidado.
 La cajera me solicitó la cédula y la tarjeta.
Noté en su rostro  una sonrisa que me recordó a La Gioconda, aunque muy irónica.
Al entregarme la factura, la transformación de la cajera se hizo radical.
Sus manos tenían dedos afinados como los de una pianista, con unas uñas negras, largas y curvadas como las garras de un animal salvaje. Su cara se había avejentado y estaba tan arrugada que parecía el rostro de una momia con unas cejas muy gruesas, como las de hombre. Unos ojos muy negros y saltones como los que aparecen en una comiquita. Una nariz aguileña, muy curvada y larga que terminaba con una gran verruga en su punta. Vestía toda de negro y, en su abundante y despeinada cabeza, lucía unos cabellos que parecían una oscura paja seca. Sobre ella, se destacaba un sombrero de alas muy anchas y un pico muy alto, negro y brillante como lo es Tornado, el caballo del Zorro.   
Bajé, mi vista para no seguir mirando aquel esperpento. Pero unas risitas, como si de una hiena se tratara, hicieron que me volteara. La cajera levantó uno de sus brazos y, su mano, hizo como si lanzar un polvo o un hechizo hacia mi bolso. Salí casi corriendo.
Al voltear en la esquina, una niña con su padre me saludaron.
–¡Es precioso! –dijo la niña.
–¡Demasiado tierno! Parece de película  –dijo el padre.
–Se nota que lo cuidas mucho, abuelo –comentó la niña, antes de voltear.
En el bolso se asomaba la cabeza de un perrito blanco de orejas como alas.
De las cuatro cosas locas, ni idea.
Regresé a reclamarle a la cajera.
Pero el supermercado había desaparecido como, según el cuento, había sucedido con el palacio de Aladino.

Foto de Benji: XAM  /  Pincelado y cuento: Armando Quintero Laplume

sábado, 20 de junio de 2020

Una amistad que comenzaba





El cielo estaba despejado y el sol comenzaba a dar un calorcito.
Era buena hora para el paseo mañanero.
Cruzaron la calle  hacia el parque de enfrente.
Un muchacho venía con un enorme perro negro que les ladró amenazante.
El perro jalaba la correa con tal fuerza que, en cualquier momento,  el muchacho no podría sostenerlo.
Se pegaron a la pared y avanzaron, rápido, hacia la entrada del parque.
En el primer asiento estaba una niña, mirándolos.
–¡Qué bonito! –les dijo.
El abuelo sólo le sonrió.
El  perrito se le acercó olfateando sus zapatos y moviendo su cola.
–¿Lo puedo acariciar? –preguntó la muchachita.
–Por supuesto –respondió el abuelo.
–¿No muerde?
–Está acostumbrado a estar con niños. Es de mis nietos.
Luego de varios minutos, la niña dejó de acariciarlo y el perrito se montó en el asiento, se pegó a su cuerpo y levantó con su hocico la mano de ella.
La niña y el abuelo se sonrieron, en tanto el perrito se volteaba para que retornaran a las caricias que le habían brindado.
–Es muy cariñoso y disfruta de los mimos creo que le voy a cambiar su nombre por el de Regalado.
–¿Cómo se llama? –preguntó la niña.
–Yo lo llamo Mi sombra blanca.
–Cierto, es blanco. Se parece al peluche de mi hermano. Pero, ¿por qué sombra?
–Permiso –dijo el abuelo, mientras se sentaba, dejando al perrito entre ambos– La historia es un poco larga. ¿Puedes escucharla? ¿Estás sola?
–No, vine con mi madre y mi hermano. Mi mamá está en un curso y mi hermano es de los boy scouts. Mi padre viene a buscarnos al salir del trabajo.
–A él, aunque no lo creas, lo abandonaron –comenzó a contar el abuelo–. Lo encontraron deambulando por la Alta Florida y se lo pasaron a una persona que se encarga de atender aquellos perros y gatos callejeros y, sobre todo, de entregarlos a quienes saben que van a cuidarlos con mucho esmero. Nos avisó un vecino y mi hija mayor y mi esposa, al verlo, quedaron como tú, encantadas. Te aseguro que el amor fue mutuo porque, a diferencia de lo que pensamos sobre cómo se adaptaría a nosotros demostró, desde la primera noche, como que siempre hubiera estado viviendo en nuestro hogar.
Cuatro palomas sobrevolaron sobre ellos y descendieron a picotear semillas que se habían desprendido del árbol que cobijaba aquel espacio.
Una de las palomas se aventuró hasta acercarse a los zapatos de la niña.
El perrito observaba expectante y le ladró fuerte, provocando que ella se alejara.
–¡Benji!... ¡Calma, muchacho! –dijo el abuelo– ¡Deja los celos! Ella vino por una semilla, no por unas caricias.
El perrito se bajó y orinó en la pata del asiento. Cerca de los zapatos de la niña.
–¿Ven qué? –preguntó la niña.
–Con la be alta. B-e-n-j-i –deletreó el anciano. Es el nombre de un perrito de la calle de una serie que pasaban por la televisión hace años. También hicieron una película. Seguro que tus padres aún la recuerdan y permitirán que la veas. La encuentras por la computadora. Verás que ese perrito se parece mucho a él.
–Es posible –comentó la niña– ellos ya son viejos. Van a cumplir treinta y ocho.
 –“Si ellos son viejos con esa edad –pensó el abuelo– ¿Cuánto lo seré para ella que ya cumplo el doble?”. Pero, no le dijo nada y sólo continuó con su historia:
–La persona que nos lo entregó nos dijo que aún no tenía nombre y de acuerdo a lo que te he contado ese iba a ser el elegido. Pero  faltaba un detalle: el perro no era nuestro sino de los nietos, su nombre tenían que elegirlo ellos. Un vecino le tomó varias fotos y hasta un video que, junto a un enlace a fragmentos de la película, les enviamos por internet. La respuesta fue más rápida de lo esperado, se vinieron a verlo, a conocerlo en persona. ¡Toda una fiesta familiar!
–¿Así que su nombre es Benji, no el otro? –preguntó, casi aseverando, la niña.
–De verdad, verdad, no es tan así. Es más complicado que eso. Él tiene muchos nombres, desde Benji José, Enano, Napoleón, Tigre, La Fiera y hasta Fújur. He pensado que algo se le tenía que pegar de sus andanzas por las calles: muchos nombres y alias como si fuera un malandro bien conocido. Te los detallo poco a poco. Algunos, son hasta muy divertidos.
El abuelo se calló por unos segundos. El perrito estaba dormido. De soslayo, miró a la niña. Aunque recordaba que le había dicho que la historia era larga, temía aburrirla. Y esa no era la idea. Pero ella estaba atenta y le sonrió. Así que él prosiguió con su cuento.
–Hay un vecino y amigo que vive en nuestro edificio que siempre nos toma fotos. Tiene la costumbre de inventarte un segundo nombre agregado al que ya tienes. Es él quien lo llama Benji José. Nunca me he atrevido a preguntarle –tampoco se lo preguntaré- si eso es  una costumbre familiar, una tradición de su pequeño pueblo andino o sólo un simple detalle personal para halagar y darte un  cierto aire aristocrático. Como si él tratara con un noble del Imperio Austrohúngaro.
–Como si dijéramos Francisco José I, el esposo de Sissi, la última emperatriz de Europa, cuya vida fue muy triste y su muerte tan dolorosa – comentó la niña.
–¡Vaya, muchachita! –exclamó el abuelo- ¿Y, tú, como estas enterada de tanto?
–Al principio, por mi abuelo que me habló mucho de ella por las historias que le contaba su abuela. Luego por un libro que leí aquí, en la Biblioteca del Parque.
Con la exclamación del abuelo, Benji se despertó. De inmediato, reclamó nuevas caricias. Y, estaban en eso, cuando el muchacho del perro negro pasó de regreso y volvió a ladrarles amenazante. Esta vez la cadena la sostenía una persona mayor y los tres se alejaron de inmediato. Pero, el perrito quedó inquieto, como dispuesto a pelear.
–¡Tiene su carácter! –dijo la muchachita.
–¡Si lo tendrá! –comentó el abuelo.
Un golpe de la brisa desprendió varias hojas del árbol.
Una de ellas cayó sobre la cabeza del pequeño animal, lo distrajo y lo tranquilizó.
–Eres muy valiente –le dijo la niña a Benji–. Ese perro negro es enorme para ti.
–No sé si valiente o demasiado arriesgado –comentó el abuelo–. Esa es una característica común en estos perritos. Mi esposa dice que él tiene su “complejo de enano”. De ahí vienen dos de sus otros nombres: Enano y Napoleón. Que entre el primero y el segundo, como me dijo una señora hace unos días, al menos el segundo “es mucho más distinguido y tiene Historia”.
–Y ese nombre te quedaría maravilloso, ¿verdad, muchacho? –dijo la niña, tocando con su dedo índice el hocico del peluchito que, de inmediato, se acostó y  puso sus cuatro patas hacia arriba, seguro de que ella le rascaría su barriga.
–Por esa permanente actitud retadora que él tiene ante los perros más grandes –siguió narrando el abuelo–, una vecina lo llama Tigre y un vecino, que es dueño de un lobo siberiano, tan blanco como él, siempre que nos vemos en alguna de las colas del mercado o de la panadería, me pregunta por La Fiera. Al hablar de tener historia me acordé que, hace unos días  estábamos sentados en este mismo lugar con mis nietos. Mi sombra blanca disfrutaba el aire de la brisa, muy cómodo, en posición de efigie, cuando un golpe de viento le levantó las orejas y mi nieto gritó: “Mira, abuelo, ¿lo ves?, ¡es igualito al dragón blanco de la Historia sin fin!”…
–Es un dragón diferente, se llama Fújur y es oriundo de Fantasía –interrumpió la niña– Cuando lo dijiste, supuse que era por Benji. Tiene un cierto parecido a él.
–¿Así que viste la película?- preguntó el abuelo.
–No sólo. También me leí el libro. Bueno, a decir verdad, fue mi abuelo quien me lo comenzó a leer. Hasta que un día me dijo que él tenía un compromiso y no me podía seguir leyendo pero, si quería, el libro había quedado abierto en la página hasta donde lo había leído. Así lo seguí leyendo yo sola. Me agradó más que la película. ¡Volé! Y vuelo, al releer algunas de sus partes.
–Este personaje no tiene el tamaño de Fújur, ni es una miniatura de él –dijo el abuelo, acariciando la barriga de Benji–. No te impresiona por la belleza de su canto sino, por la fuerza de sus ladridos chillones. Y, menos, por sus vuelos. Aunque, al pensarlo, los tiene, Pero, eso sí, te lo aseguro, en nuestra casa, nos hace volar a todos.
–¿Cómo es eso?
–En las mañanas o a la mitad de la tarde, próximo a las horas de sus comidas, si Mamama –como llaman mis nietos a su abuela– se aproxima a la nevera o a la cocina, levanta su cabeza y mueve su cola más que un ventilador. Y se le pega a las piernas hasta que ella vuela y le sirve su comida. Lo mismo es cuando, luego de desayunar o comer su almuerzo-cena, me hace volar para traerlo al parque o para sacarlo a pasear por las calles, para sus necesidades. Pero, para ser justo, no olvido los otros vuelos, los que son diferentes. Los que nos hace hacer cuando se acerca por caricias o cuando, en su paseo, se detiene a tomar un descanso. Uno lo ve disfrutar largo tiempo de las primeras, tanto como cuando se sienta como una efigie, levanta su cabeza y otea a la distancia. Y, uno vuela con él. Y vibra de sólo pensar que qué será lo que pasa por su pequeña cabeza.
Hubo un largo silencio entre la niña y el anciano que, para nada, lo quebraron los bullicios del parque. De pronto, ella lo miró seria  y, sin más, le dijo:
–Me ha interesado todo lo que me has contado. Me ha gustado mucho. Pero, ¿cuándo me vas a decir el por qué le llamas Mi sombra blanca.
–Tranquila, muchachita. Justo hemos llegado al propio punto, al fin. Pero vamos a jugar un poco para que disfrutes y entiendas mejor lo que quiero explicarte ¿Te animas a hacer lo que te pida y responder a lo que te pregunte?
–Por supuesto. Además, si “hemos llegado al punto” –dijo la niña parodiando las palabras y gestos del abuelo– no voy a decir que no, “justo” en este momento.
–¡Eres muy buena imitadora! –comentó el abuelo, con una grata sonrisa.
–Me salió sin querer, disculpe. Usted, ni se molestó. No es como mi maestra.
–¿Comenzamos? Acércate al muro, él está muy bien iluminado por la luz del sol.
El abuelo se refería al alto muro que divide las áreas del parque con los edificios vecinos, en ese largo pasadizo entre las dos entradas, frente a donde estaban sentados.
            De inmediato, le pidió que cerrara sus ojos y se diera vuelta hacia el muro. Luego de unos segundos, al abrirlos y ver su sombra, la tomara como una compañera de juego. E  intentara acercarse, alejarse, caminar hacia un lado, hacia el otro. Siempre moviéndose en diferentes direcciones y ritmos, también, en diferentes niveles.  Como si danzara con ella.
El abuelo disfrutó mucho al ver cómo la niña gozaba de cada movimiento. Y, hasta Benji, sentado en el asiento, movía su cola, ladraba y daba pequeños brincos.
Luego de unos diez a quince minutos,  el abuelo le dijo a la niña que se acercara a descansar. Apenas se sentó, Benji se pegó a ella. Se daba vueltas y se restregaba a su cuerpo, como si se limpiara. La niña comenzó a acariciarlo y él se fue tranquilizando.
–No necesito preguntarte si lo disfrutaste, era notorio. Observé que no separabas tu vista de tu sombra. ¿Qué cosas te llamaron la atención?
Fue como si le hubieran dado cuerda.
Al principio se atropellaba con sus palabras al recordar cómo, siendo pequeña, jugaba en la playa con su hermano a pisar sus sombras en la arena; cómo en preescolar las maestras les hacían juegos similares y hasta cómo inventaban sombras de colores e historias para un teatro de sombra; luego, se fue serenando y dio respuestas más concretas de como seguía o era seguida por su sombra que no se despegaba de ella, hasta que dijo:
–Hay un momento que estás tan unida a ella que no sabes si es ella la que no te suelta o eres tú quien no la vas a soltar nunca.
–Ese es el punto al que quería que llegáramos –le respondió el abuelo–. Benji es como mi sombra: Si estoy sentado en el sofá o en la reposera, leyendo un libro, él está ahí, pegado a mis pies; si me pongo a escribir en la computadora, igual; si me acuesto en el sofá grande para echarme un sueñito, se acuesta debajo o a mi lado, en su almohadón, que siempre está ahí; si tengo que buscar alguna anotación o un libro en cualquiera de las bibliotecas de las otras habitaciones...
–Se entiende clarito: él te sigue pegado como una sombra –dijo la niña–. Y, como la quieres diferenciar de la sombra que es sombra, lo llamas Mi sombra blanca.
Una sonrisa cómplice entre la niña y el abuelo cerraba lo entendido cuando se oyó:
–Profesor, espero que ella no lo haya molestado mucho. A veces se pone fastidiosa.
            Era la voz de la madre que llegaba acompañada con el hermano.
            –Para nada. Los tres hemos disfrutado un momento muy agradable –respondió de inmediato el abuelo–. Como si fuéramos amigos desde hace muchos años. Esperamos repetirlo el próximo sábado.
            –Una compañera del Taller, que nos conoce, me puso algo nerviosa porque me comentó que mi hija estaba conversando con un señor mayor, de cabellos blancos, que estaba con un perrito. Por suerte, la señora que abre y cierra el salón y atiende las necesidades del docente y los asistentes, los había visto y me tranquilizó. Me dijo que usted era Profesor. ¡Muchas personas de la zona lo conocen y estiman! Y, conocen a Benji.
Tres golpes de corneta fueron aviso de algo ya acordado.
–¡Llegó papá! –dijeron a una, la niña y su hermano.
La llegada del padre agilizó la despedida.
El abuelo y Benji acompañaron a la nueva amiga y sus familiares hasta la puerta de la entrada principal del  parque, la de la pequeña redoma. Esperaron que bajaran las escaleras y se montaran a la camioneta del padre. Antes de subir, la niña grito:
–¡Benji! ¡Abuelo!: ¡Nos vemos el sábado!
En cuanto arrancaron, el abuelo, que ya había levantado en brazos a Benji, lo acomodó y lo sostuvo bien firme. Mientras, con una de sus manos, movía una de las patitas delanteras de Benji, figurando que saludaba.
La niña y su hermano sonrieron. El abuelo, también.
***
            El lunes, en Cadena Nacional, se informó del cierre de todos los espacios públicos.
            Así han pasado los días, las semanas, los meses…
Cada vez que el abuelo cruza la calle  y ve al pesado candado del portón de hierro y alambres en el cerrado parque de enfrente –con Benji o sin él– recuerda la abierta sonrisa de la niña saludando desde la ventanilla de la camioneta del padre que se aleja... ¡Un enorme signo de interrogación lo humedece por dentro!

Foto y pincelado: Freddy Lacruz Moreno / Cuento: Armando Quintero Laplume

jueves, 26 de septiembre de 2019

Un paseo por el laberinto de un cuentacuentos


Las preguntas de Ariadna Szeplaki  
Una entrevista a Armando Quintero, el narracuentos

Fotomontaje de Freddy E. Lacruz Moreno

Antes de comenzar. 

No puedo dejar de lado que, de verdad, verdad, me siento como un Teseo al entrar al laberinto. Toda entrevista tiene algo de ello. Observen conmigo. Ante cada pregunta, uno da vueltas, gira y vuelve a girar: busca aquellas palabras que lo lleven a una salida, la mejor posible. Para el entrevistador, como para el entrevistado. Pero, sobre todo, por el respeto al lector. Y, en este caso, ¡qué susto! Es imposible ignorar que, quién está conduciendo el hilo de toda esta conversación, se llama Ariadna.
Para finales de los años 50, comienzos de los 60, en “un pueblo de campaña, la ciudad de Treinta y Tres”, donde nací y crecí, la vida me donó a tres hermanos del corazón, Juan Baladán Gadea, músico, Manuel Oribe Sosa (+), pintor, y Bolívar Viana, ceramista. Con ellos conversábamos -mañanas, tardes y noches- sobre nuestras lecturas de todos los autores de las generaciones españolas del 98 y el 27,  como también, entre otros, de Sábato, Camus, Neruda, Vallejo, Octavio Paz y todo cuanto laberinto pudiera llenar nuestras soledades de aldeanos, tentados por el fruto del bien y del mal y con unas ganas enormes de cambiar el mundo. De ahí el punto.

1.     ¿Quién es Armando Quintero? desde lo personal. 

Un quijotesco personaje, al estilo de Don Alonso Quijano, “a quien sus costumbres le dieron el renombre de El Bueno”. Suponemos que algo trastocado como lo es el loco de la conocida balada de Ferrer-Piazzola. Y, paseando por unas callecitas, aunque ellas no tengan “ese no sé qué, ¿viste” y sean sin tan buenos aires. Cierto día, dejó su “banderita de Taxi Libre” extraviada en algún lugar del universo. Lugar  del cual -como Don Miguel de Cervantes Saavedra, “el nada manco para escribir sobre el otro”- tampoco quiere acordarse. Ni un poquito así. Se hizo Docente en Literatura, escritor, pintor, ilustrador, dibujante, con diplomados en Literatura Infantil, Comunicación Social,  Lectura y Escritura, entre otros estudios. Y, como un ser humano cualquiera, en un momento de su vida, sin casi darse mucha cuenta de ello, decidió hacer realidad a otro de sus tantos sueños maravillosos. Al creer en el atrapante amor a las palabras que se dicen, esas que se expresan, ética y estéticamente, no sólo con la voz sino con el cuerpo y otros lenguajes, eligió estudiarlas desde sus orígenes, aprender sus diferentes técnicas, recursos y su teoría para lograr, desde sus entrañas, no sólo desde su corazón, una relación de comunicación más directa, eficiente y afectiva con los diversos públicos con los que coparticipa. Por su esfuerzo  constante se transformó en un cuentacuentos, cuentero o narrador oral escénico como, a usted, le guste llamarle, a su imagen y semejanza. Nunca en un cobero.
2.     ¿Cómo nace tu amor por los cuentos? 

Desde antes de nacer. Y no es un cuento de un fabulador árabe. ¿Cuándo y cómo lo supe? En Monterrey, México, al comienzo de la década de los años 90. En un sitio que, quizás para que nadie se escandalizara, aparentaba ser una elegante restaurant.  Pero, te aseguro, era un palacio de Las mil y una noches, versión Art Nouveau. Finalizábamos la presentación de gala del III Festival Iberoamericano de Narración Oral Escénica. De pronto, en medio de los muchos saludos y alabanzas recibidas, Jairo Aníbal Niño me apartó para decirme que íbamos a celebrar ese logro, solos. Para el momento, mi vestuario era blanco y conservaba el bigote y el cabello de mediados de los sesenta. No me extrañó sentirme como un elegante príncipe árabe. Sobre todo cuando nos abrieron las puertas del taxi, nos acompañaron a ascender por las iluminadas escaleras hasta la puerta principal y, desde allí, otros nos llevaron hasta la mesa reservada. Hermanos del corazón desde 1990, cuando nos conocimos, en el Primer Festival Internacional de Teatro de Bogotá, también sentí –aún lo siento- que éramos el Sultàn Schariar, el hermano mayor, y el príncipe Schahzamán, aunque la fidelidad de nuestras esposas nada tenían que ver con las de ellos y Scherezade es la maestra de ambos. Y de todos los narradores orales que se precien de amar las palabras que se dicen y ejercen el oficio profesional de ofrendarlas. Solía decir mi padre: -“Si así es la entrada, cómo será lo que sigue”. Dejo a tu libre imaginación todos los detalles de esa cena y de su servicio. Solo agrego que cuatro mesoneros estaban siempre a nuestro lado, atendiéndonos. Dos más nos servían la cena. Los cuatro primeros trataban de mantener las cervezas con un frío casi constante. Tantos los altos vasos, como ellas, se sacaban, para ambos, blancos de escarcha. Al diluirse la misma, desde dos pequeñas cavas, colocadas a nuestro lado en unas mesas pequeñas. En ese ambiente se desarrolló toda nuestra conversación. Ahora, al fin, llegamos al punto anunciado: mi relación amorosa con el maravilloso arte de narrar cuentos que conocí antes de nacer, estando aún en el vientre materno. Comentario que le hice a Jairo Aníbal, el hermano mayor, el sultán de las palabras que se dicen, al recordar, en medio de la conversación cómo mi madre disfrutaba de los sucedidos que narraban los campesinos en la hacienda de mi pequeño paisito. Estando embarazada del amor de mi padre, a la hora de los cuentos, orientaba su vientre hacia la voz del narrador. “Recuerda” –me dijo el fabulador árabe que Jairo llevaba en sus venas- “uno flota en el líquido amniótico como un submarino, así que no solo los escuchabas pegando tu oído hacia afuera en el vientre, también los veías, porque utilizabas el cordón umbilical como un periscopio”. Entonces, como una revelación, comencé a precisar todo. Con la claridad de una hermosa película en pantalla panorámica. Incluso, me vi en el abultado universo del vientre marino de mi madre donde no flotaba solo, sino con la única hermana que tengo. Y recordé cómo, con unas pequeñas pataditas, ella me solicitaba que le narrara lo que estaba viendo y escuchando Es por ello que, sin querer parodiar al famoso Martín Fierro, te puedo aseverar, sin que me quede nada por dentro, que “desde el vientre de mi madre vine a este mundo a narrar”, como lo he dicho, lo digo y diré muchas veces.

3.      ¿Quiénes te inspiran para la realización de tú trabajo? 

A saber, el maravilloso baúl de los recuerdos donde conservo objetos sencillos, seres mágicos y coloridas anotaciones de mis vivencias o de las de algunas personas de mi entorno más preciado. La lectura y búsqueda constante de nuevos cuentos. Una biblioteca de muchos estanterías, tanto en la sala como el las tres habitaciones que, mientras se podía, cargué de libros de la literatura universal e iberoamericana. Una buena selección de cuentos para niños y jóvenes que releo casi periódicamente. También me inspira el estar muy abierto y atento a todos los acontecimientos o situaciones cotidianas que pueden generar muchos sucesos narrables. La conciencia del tipo de público que tengo enfrente, del lugar donde están y desde donde voy a narrarles, como la seguridad del tiempo que estaremos compartiendo. Como la conciencia de improvisar ante las eventualidades. Y, por supuesto, esos deseos, muy lorquianos, de amar y ser amado por aquellos que asisten a mis presentaciones.

4.     ¿En quienes te basas para inspirarnos de la manera que lo haces?

En los cuenteros de sucedidos de la estancia (hacienda) cercana a mi pueblo donde transcurrieron mis primeros años de infancia; en el entusiasmo y constancia de las dos maestras de la Escuela Granja de La Calera que nos iniciaron en la escucha de la lectura de cuentos y poemas para que, luego, lográramos aprender a escribir y a leer con similar constancia y entusiasmo; en los abuelos del corazón que nos narraban y leían cuentos o poemas como si fuéramos sus nietos de verdad, verdad; en los conocimientos, lecturas y aportes de los padres y hermanos del corazón que la vida me permitió conocer y reconocer, como Tomás Cacheiro, Julio Macedo, Orfila Bardesio, Domingo Bordoli, Jorge Albistur. Las relecturas de los cuentos y poemas de autores como Homero, Dante, el romancero tradicional español, El Poema del Cid, Jorge Manrique, Fernando de Rojas, Cervantes, Shakespeare, Goethe, Voltaire, que siguen siendo muy actuales. La lectura permanente de los textos teóricos sobre el arte de narrar cuentos  tanto como muchos de los aportes a la educación, el lenguaje y la literatura de seres que despertaron nuestra conciencia y alegraron nuestros corazones al hacernos ver que podemos ser, al día, mejores seres humanos. Cito, entre otros, a Gianni Rodari, Ítalo Calvino, Fernando Savater, Humberto Maturana, Rafael Echeverría y Francesco Tonucci. Y la seguridad de aplicar, siempre, frases como: “Se improvisa sobre lo que se sabe, no sobre lo que se olvida o desconoce” de Enrique Buenaventura, el Director del Teatro de Cali, Colombia, o, “La mejor improvisación es la que se ensaya” de Charles Chaplin.

5.      ¿Cuáles son los retos que te enfrentas ahora en Venezuela y como los llevas? 

No es fácil narrarle cuentos a un corazón con el estómago vacío. No es fácil hablar de paz cuando quien está a tu frente viene con un arma cargada.  No es fácil contar cuando quién te escucha es torturado o asesinado por la inseguridad, la cárcel, el exilio. O, maltratado por la impunidad, la mentira y el engaño permanente. Pero...

6.     ¿Algo más que quisieras comentarnos? 

La vida sigue y aún estoy en ella. Mientras esto suceda, resistiré narrando. Al menos para abrir alguna puerta o alguna ventana en los oídos de quienes me escuchen. No pretendo cambiarle la vida a nadie. Pero, por esa puerta o por esa ventana abierta, sé que el cuento llegará a un corazón. Su dueño elegirá, cuando ello suceda, qué hacer.


7.     Un cuento a modo de Epílogo

No me lo preguntaste, ni me lo pediste pero es parte de mi cerrar con un cuento.
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Acaba de llover en el lugar.
El sol se asomaba detrás de una nube gris que se iba poco a poco.
    Cascarudo Testarudo va a pasear —dijo el escarabajo. Y salió de su cueva.
Camina que te camina se acercó a un riachuelo que corría por allí.
    Este animalito se va a navegar —comentó Cascarudo Testarudo.
En la grama encontró una hoja seca y grande y la arrastró hasta la orilla del agua para subirse a ella.
Búho Pirujo, que lo venía observando desde la rama de un árbol, le chistó:
    ¿Y tú, sabes nadar?                                
Cascarudo Testarudo cerró los ojos, pensando.
Y, sin ninguna palabra, llevó la hoja hasta donde la había encontrado.
Luego siguió su camino. Pasito a pasito, mirando hacia arriba.
En un árbol cercano había una hoja que estaba por desprenderse.
Cascarudo Testarudo trepó por el tronco, llegó a la rama donde estaba la hoja, se montó en ella y se dejó caer.
Cascarudo Testarudo volaba.
Búho Pirujo elevó tanto sus chistidos que resonaron por todo el lugar:
    ¡Miren, ustedes!: ¡Primer escarabajo aviador que veo!
Cascarudo Testarudo, saludó al búho y regresó a su cueva.
Acababa de terminar su paseo, ¡que fue toda una aventura!

El cuento pertenece a mi último libro Cascarudo Testarudo y el baúl del abuelo. Es su texto inicial. El libro que cuenta las aventuras y desventuras de un escarabajo pelotero que, como todos los seres de su especie –una de las más numerosas entre los seres vivos- es un verdadero canto a la vida y a la esperanza. Un símbolo de la resistencia y la adaptación a todo tipo de situaciones. Los escarabajos fueron  adorados en tiempos de los faraones. Recuerda que era una cultura que se gestó a las orillas de un río. Va como regalo a tu constancia y esfuerzo en el trabajo que haces.