Clarissa, la vaca azul

Clarissa, la vaca azul
paseando por el campo

lunes, 17 de abril de 2017

¡Botellas a la mar!




A Hebe Rosell, en la infancia y el reencuentro.


Viaje de ida

El Tío llegó como siempre llegaba a visitarlos: sin avisar.
Pero esta vez traía una novedad.
– Vine a buscarte para que nos acompañés. Y, de paso, conocés el mar.

– ¿Madrugaste? –preguntó el Tío.
– No, ni pude dormir –respondió el Sobrino –. Me tuvieron dando vueltas las pulgas de la emoción, como dice el Abuelo.
En sus ocho años, nunca había podido viajar hasta el mar.
Vivían a las orillas de un río, que no es lo mismo. Sólo lo había visto en las ilustraciones de los libros, en las películas de la matinée y hasta en “las imaginaciones” de su Abuelo, las veces que le preguntó.

El viaje fue largo. Hasta Minas, no tanto. Pero feo y monótono el camino entre las sierras. Ése, el que termina en Pan de Azúcar.
Auque la camioneta aguantaba y la Tía cantaba viejas canciones y el Tío narraba cuentos e historias de otros tiempos.
Aprendió de lo lejano de un sitio cuando existen las ansias de conocerlo.
Llegaron en la noche y el cansancio lo había dormido.

La mañana estaba linda, bien soleada. Y sonora, por el estrellarse de las olas en la playa y el ensordecedor graznido de las gaviotas.
El Tío amaba el mar. No era pescador, ni le gustaba bañarse en sus playas. Le gustaba el mar por el olor, por el salado que dejaba en la piel, por lo fino de sus arenas y para ver nacer y morir las olas, en un callado y gozoso silencio.
– ¡Mirá! –le dijo. Las franjas de allá, son corrientes marinas.

Por la playa venían caminando un hombre con una niña.
Ella era bonita. De ojos grandes, intensos. Tenía los cabellos rojizos, con dos trencitas largas a cada lado. Y pecas en el rostro. Vestía una solera azul.
El hombre era ciego y la muchachita, su lazarillo.
– ¿Qué hace, él? –le preguntó a la niña, al acercarse.
La muchachita había ayudado a que el hombre se sentara en una piedra de la playa y, luego, se alejó a recoger conchillas y caracolitos en la orilla.
– Mi padre es músico y escucha los muchos sonidos del mar.
– ¡Cuidado! –grito Él, alejándola.
Un cangrejo estaba a punto de picarla en un pie.
– ¿Puedo ser tu amiga? –preguntó la niña.
– Ya lo somos, ¿o no? –le respondió Él.

– Alguien te busca –le dijo el Tío.
Era la muchachita de la solera azul.
Desde ese día, todas las mañanas lo despertaba temprano para recoger caracolitos por las blancas arenas de la playa.
El padre ciego los esperaba sentado en la piedra. Mientras recogían “sus tesoros” o jugaban, el hombre siempre escuchaba la orquesta del mar.

– Mi Tío dice que las corrientes marinas pueden hacer que una botella, lanzada desde aquí, llegue hasta las islas de donde vinieron nuestros abuelos –comentó el niño.
– Busquemos varias botellas. Escribimos nuestros mensajes, los guardamos en ellas, las tapamos muy bien y las lanzamos hasta la corriente. Como dicen que hacen los náufragos –le propuso la muchachita.

– ¡Botella al mar! –gritaban, mientras las iban arrojando.
Las botellas flotaban alejándose, llevadas por la corriente marina.
Las miradas de ambos se fueron tras ellas, cargadas del recuerdo de los mensajes escritos. Y de la maravillosa posibilidad de llegar a lejanas playas.
Ellos las veían surgir y esconderse con el vaivén de las olas.
– ¿La vida se moverá como ellas? –preguntó la muchachita.

– Es posible –respondió Él.

Pasado varios meses, su Tío le trajo un caracol grande y sonoro.
– Es de allá – le dijo – de aquella playa donde pasamos contigo los tres últimos veranos. Y, se lo regaló como un recuerdo.
Se lo puso al oído. Quería escuchar si, al menos – detrás del sonido del mar en él contenido – estaba guardada un poquito de la voz de aquella niña.


Viaje de regreso

Pasaron mucho más de treinta y cinco años.
La vida giró como el trompo que es, según nos dice el poeta. Y, con todos sus colores. Tristes a veces, alegres muchas, melancólicos otras.

Él saboreó la vida, entre poemas y cuentos.
Los que leía. Los que escuchaba. Los que escribía. Los que decía. Y, los que narraba a viva voz y con el cuerpo.
Muchas cosas se desdibujaron con el pasar del tiempo. Otras, no tanto.
Desde el último verano que fue, nunca más regresó a la playa de su niñez.
Nunca supo qué fue de la muchachita de solera azul, ojos grandes, cabellos rojizos, con trencitas largas a sus lados y pecas en el rostro.
Los Tíos ya no están.
El caracol grande y sonoro, tampoco.
Un día sus cuentos lo llevaron a lugares que siempre quiso conocer.
Aunque no a ése, donde las corrientes marinas pueden hacer que una botella lanzada en ellas suba de sur a norte. O baje, en sentido inverso.
Un día – ¡al fin! – llegó hasta las islas de donde salieron sus abuelos.

– Tengo la impresión que te conozco –dijo la mujer.
– Yo también, pero no sé de dónde –respondió el hombre.
– Más aún, estoy segura que te conozco –agregó ella.
Cierto era que ellos habían sido presentados en la inauguración del Festival de Narradores Orales al que habían sido invitados.
– ¿Será que en otra vida…? –dijo ella, con una sonrisa.

Él narró toda su vida en cuentos.
El público quedó satisfecho. El hombre, también.
– ¡Bueno tu trabajo! –le dijo ella. Me gustaron tus alegrías y dolores dichos con tanta ternura. Estoy más segura: te oí y sé que te conozco.
“También yo” –pensó él, pero no se lo dijo.
Ella también narró sus historias. Y parte de su vida en cuentos.
El público se paró a aplaudirla. El hombre, también.
– Me gustó mucho como narras. Sobre todo, el cuento de esa niña que camina por la playa con su padre ciego. Sé que no es tuyo, pero le diste vida.
– Es que yo era esa niña –le dijo ella.

Desde esa noche, durante todas las mañanas que estuvieron en la isla, se despertaban muy temprano.
Caminaban, conversaban o se detenían para ver nacer y morir las olas, en un callado y gozoso silencio… Y, por supuesto, recogían conchillas o caracoles por las arenas de la playa.
Nunca se voltearon para comprobarlo: estaban seguros que el padre ciego los esperaba, sentado en alguna piedra, escuchando la orquesta del mar.

– Averigüé que la corriente marina que se ve allí, por este lado de la costa – le comentó ella una mañana – puede hacer que una botella, lanzada desde acá, llegue hasta la playa de nuestra infancia.
Buscaron muchas botellas. Escribieron sus mensajes, los guardaron en ellas, las taparon muy bien y las lanzaron hasta la corriente.
– ¡Como dicen que hacen los náufragos! –dijeron ambos.
Y, como en el tango, la historia volvió a repetirse. A contracorriente.
– ¡Botellas a la mar! –gritaron ambos, mientras las iban arrojando.
Luego se tomaron de las manos y se miraron a los ojos.
Allí, en algún lugar de sus miradas, encontraron las botellas que fueron arrojadas y que flotaron muchos años atrás, llevadas por la corriente marina.
Y, también, supieron que la amistad aún estaba ahí.

Una mariposa despistada se paseaba por la playa.
En sus vuelos se posó en uno de los hombros de ella y se quedó quieta.
Un golpe de la brisa la hizo volar hacia el mar.
Las botellas flotaban a lo lejos, allá casi donde el cielo y el mar se juntan.
Las miradas de ambos se fueron tras ellas, cargadas de recuerdos. Con sus tristezas y con sus alegrías, por supuesto.
Ellos las veían surgir y esconderse con el vaivén de las olas.
“La vida se mueve como ellas” –pensaron ambos.
Pero nunca lo dijeron.

Texto tomado de la novela Cuando tu mundo era tan pequeño que aún cabía en una tacita de plata de Armando Quintero Laplume a publicarse por Ediciones Vaca Azul (E. V. A.

Foto de Freddy Lacruz, tomada en la Librería Lugar Común del Paseo de  Las Mercedes en la presentación oral de este cuento, para niños, el domingo 2 de abril de 2017.

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