Clarissa, la vaca azul

Clarissa, la vaca azul
paseando por el campo

martes, 19 de enero de 2016

Ética y estética en el arte de narrar cuentos

EN UNA DE NUESTRAS PRESENTACIONES EN LA LIBRERÍA LUGAR COMÚN


“¿Qué fue primero, el huevo o la gallina?” se pregunta Jairo Aníbal Niño en su libro Preguntario. Y él mismo se responde: “Primero fue el pollito”.

Cuando me comprometí a decir algunas palabras sobre el arte de narrar cuentos y su relación con la transmisión de valores recordé este texto y no pude separarlo de mí y de “mis circunstancias”.

Todos sabemos que el arte de narrar cuentos proporciona una serie de conocimientos y herramientas que le permiten, a quien lo ejerza, ser más efectivos a la hora de comunicarse en su entorno personal, profesional y social al alcanzar una mayor conciencia de sus recursos individuales, tanto con el uso de su propias actitudes y aptitudes, como apoyo en la posibilidad de buscar alternativas de comunicación dentro de sí y en el proceso de compartir y aprender de otros. Quien cuenta cuentos aprende y concientiza su movilidad corporal, el uso de su voz con todos sus matices, el manejo necesario de las pausas, la coherencia entre lo que hace y lo que dice, tanto como el reconocimiento de sus sensaciones y sus emociones. Quien ejerza la actividad, aprende técnicas que les permiten hablar con fluidez, confianza y alegría como para sustentarse por sí mismo y, utilizando sus propios recursos, se sienta más seguro como para tomar decisiones en su entorno personal, familiar o social. Y, por ende, influir en la ética y en la estética de los otros.

En estos momentos tan especiales para nuestro países, donde las pérdidas de los valores fundamentales dificultan las relaciones personales, familiares y sociales, con el crecimiento de las más diversas formas de violencia e intolerancia, creemos necesario e importante promover, difundir y desarrollar las actividades de narración oral (cuentacuentos) por los beneficios de comunicación directa tanto en lo personal, como en lo familiar y social que conlleva una manifestación artística como lo es el arte de narrar cuentos a viva voz y con todo el cuerpo. Un cuento no cambiará lo que está sucediendo pero, estamos seguro, puede abrir las puertas y ventanas alternativas, en lo personal y social para, al menos, elegir las posibilidades de cambios y hasta de verdad, verdad, cambiar y hacer cambiar a los otros.

Sabemos que quien escucha narrar un cuento realiza una lectura múltiple, una lectura activa. Le interesa lo que ha podido escuchar pero, quizás mucho más, lo que ha querido escuchar: todo lo que le evoca, le sugiere, le exenta, le implica, de manera clara o vaga. Y está seguro que el narrador, al mirarle, al interactuar con él, ha descubierto cuál es su verdadera relación con el cuento. Y que le comprende y le acompaña. Por ello, de alguna manera, es su cómplice. Y esto compromete al narrador con lo que está diciendo y haciendo.

     Los cuentos, sobre todo los mejor logrados para la oralidad, son formas sencillas que reposan en estructuras narrativas unidimensionales. Un cuento va en un sentido: rara vez se subdivide en varios relatos. No es que sea monosémico y que sólo sea posible la interpretación “lineal”. Todo cuento propone interpretaciones globales. Eso lo saben a total conciencia o no – el cuentista que lo ha creado, el narrador oral que lo recrea y el público que coparticipa en el acto artístico. Como saben que el cuento cuenta. Y cuenta.

     Con los cuentos se poetiza y se juega. Se crean y recrean a partir de una intuición concreta. Las acciones del cuento se vuelven posibles con, por y entre los otros. Por ello el narrador poetiza, crea y cree con el público: elige las palabras, teje el cuento, arma trampas, vigila para hacerlo caer sorprendido. Y el público poetiza, crea y cree con el narrador. No es un mero espectador, interactúa con él.

     Por ello, el narrador juega con el público: sabe que el público le sigue pero, también, se le escapa y quiere escuchar rápidamente: sabe que el público será coautor de la historia que narra, la interpretará a su manera. Y el público juega con él. Lo saben ambos. Como saben que, tanto él como narrador oral como su público como escucha, son seres que tienen tiempo y aprenden a usarlo. Incluso gozando de la calidad del silencio que les rodea. Gozando de esa invisible y silente campana que generan, en el acto de ser narradores-escuchas y escuchas-narradores, con todo su hacer, con todo su ser. Gozando de ese silencio al que provocan, porque es un silencio poblado de imaginación, un silencio colectivo, un silencio compartido, donde las palabras, como las del poeta, lo rompen para recrearlo. Gozando porque el trabajo creativo de un cuento, implica un “esquema dinámico de sentido” con una doble función fecundante: la de narradores y la de escuchas, interrelacionadas permanentemente en un acto de amor: una comunicación abierta y solidaria, donde ambos comparten la confianza. ¿Pretendemos algo más para una pedagogía verdaderamente activa?

Pero con un detalle importante: nuestra misión principal es divertir, sólo eso. No educar, menos, moralizar. Sólo divertimos. Pero, ¿cómo? ¿Provocando la risa fácil? No. Dejando una sabrosa cosquillita por dentro: la de la  palabra dicha.

A partir de una conferencia que dictó Rubén Yáñez, el director de la agrupación teatral  uruguaya “El Galpón” –allá por mediados de los años ochenta, en la ciudad de Valencia (Venezuela)- aprendí a utilizar la etimología de la palabra divertir en mis talleres de narración oral. En medio de varios aspectos muy importantes que venía desarrollando Yáñez, de pronto, nos preguntó sobre qué era divertirse, cuándo era que uno se divertía, cómo era que se sentía quien estaba divertido.  Desde la extrañeza inicial surgieron múltiples respuestas, válidas todas, ninguna descartable, más bien, sorprendentes. Al comenzar a crearse el silencio inmediato a tanta descarga, el expositor preguntó sí alguno conocía el significado inicial de la palabra, de dónde venía, su etimología. De inmediato aseveró que, en el antiguo latín, la palabra “divertir” era una palabra compuesta, formada por los vocablos “di”, dos, y por “vertir”, verter: volcar un líquido de un recipiente a otro. “Dos veces volcar” sería su significado inmediato. Señaló, además, que es eso lo que se pone de manifiesto cuando uno se divierte: uno recibe algo de alguien o algo, y lo vuelca de nuevo hacia los otros, o lo otro. Es decir,  “saca hacia fuera lo que tiene dentro”  Y agregó que, si ese era el verdadero significado de la palabra, se podía, concluir, con mucho humor: “Por supuesto, nadie nos va a mostrarnos lo peor de él, nos va a sacar siempre lo mejor” 

     Es obvio, pero no por obvio innecesario, señalar que, con esa intención nos disponemos siempre a asumir cada uno de los pasos, cada uno de los ejercicios, en cada uno de los momentos que nos corresponden en las actividades y en nuestros talleres. La tarea es común, participativa, incluyente y nunca -en lo posible e imposible- excluyente: aprender jugando, divirtiéndonos de lo mejor, en lo mejor. Sin groserías, sin facilismos chabacanos, con buen uso de todos los lenguajes.
 
Artículo publicado en la web de la Revista Cirnaola en COLUMNAS, como columnista invitado
Texto: Armando Quintero Laplume / Foto: Abigail Truchsess

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