EN UNA DE NUESTRAS PRESENTACIONES EN LA LIBRERÍA LUGAR COMÚN
“¿Qué fue
primero, el huevo o la gallina?” se pregunta Jairo Aníbal Niño en su libro Preguntario.
Y él mismo se responde: “Primero fue el pollito”.
Cuando me
comprometí a decir algunas palabras sobre el arte de narrar cuentos y su
relación con la transmisión de valores recordé este texto y no pude separarlo
de mí y de “mis circunstancias”.
Todos sabemos
que el arte de narrar cuentos proporciona una serie de conocimientos y
herramientas que le permiten, a quien lo ejerza, ser más efectivos a la hora de
comunicarse en su entorno personal, profesional y social al alcanzar una mayor
conciencia de sus recursos individuales, tanto con el uso de su propias actitudes
y aptitudes, como apoyo en la posibilidad de buscar alternativas de
comunicación dentro de sí y en el proceso de compartir y aprender de otros.
Quien cuenta cuentos aprende y concientiza su movilidad corporal, el uso de su
voz con todos sus matices, el manejo necesario de las pausas, la coherencia
entre lo que hace y lo que dice, tanto como el reconocimiento de sus
sensaciones y sus emociones. Quien ejerza la actividad, aprende técnicas que
les permiten hablar con fluidez, confianza y alegría como para sustentarse por
sí mismo y, utilizando sus propios recursos, se sienta más seguro como para
tomar decisiones en su entorno personal, familiar o social. Y, por ende,
influir en la ética y en la estética de los otros.
En estos
momentos tan especiales para nuestro países, donde las pérdidas de los valores
fundamentales dificultan las relaciones personales, familiares y sociales, con
el crecimiento de las más diversas formas de violencia e intolerancia, creemos
necesario e importante promover, difundir y desarrollar las actividades de
narración oral (cuentacuentos) por los beneficios de comunicación directa tanto
en lo personal, como en lo familiar y social que conlleva una manifestación
artística como lo es el arte de narrar cuentos a viva voz y con todo el cuerpo.
Un cuento no cambiará lo que está sucediendo pero, estamos seguro, puede abrir las
puertas y ventanas alternativas, en lo personal y social para, al menos, elegir
las posibilidades de cambios y hasta de verdad, verdad, cambiar y hacer cambiar
a los otros.
Sabemos
que quien escucha narrar un cuento realiza una lectura múltiple, una lectura
activa. Le interesa lo que ha podido escuchar pero, quizás mucho más, lo que ha
querido escuchar: todo lo que le evoca, le sugiere, le exenta, le implica, de
manera clara o vaga. Y está seguro que el narrador, al mirarle, al interactuar
con él, ha descubierto cuál es su verdadera relación con el cuento. Y que le
comprende y le acompaña. Por ello, de alguna manera, es su cómplice. Y esto
compromete al narrador con lo que está diciendo y haciendo.
Los cuentos, sobre todo los mejor logrados
para la oralidad, son formas sencillas que reposan en estructuras narrativas
unidimensionales. Un cuento va en un sentido: rara vez se subdivide en varios
relatos. No es que sea monosémico y que sólo sea posible la interpretación
“lineal”. Todo cuento propone interpretaciones globales. Eso lo saben a total
conciencia o no – el cuentista que lo ha creado, el narrador oral que lo recrea
y el público que coparticipa en el acto artístico. Como saben que el cuento
cuenta. Y cuenta.
Con los cuentos se poetiza y se juega. Se
crean y recrean a partir de una intuición concreta. Las acciones del cuento se
vuelven posibles con, por y entre los otros. Por ello el narrador poetiza, crea
y cree con el público: elige las palabras, teje el cuento, arma trampas, vigila
para hacerlo caer sorprendido. Y el público poetiza, crea y cree con el
narrador. No es un mero espectador, interactúa con él.
Por ello, el narrador juega con el
público: sabe que el público le sigue pero, también, se le escapa y quiere
escuchar rápidamente: sabe que el público será coautor de la historia que
narra, la interpretará a su manera. Y el público juega con él. Lo saben ambos. Como
saben que, tanto él como narrador oral como su público como escucha, son seres
que tienen tiempo y aprenden a usarlo. Incluso gozando de la calidad del
silencio que les rodea. Gozando de esa invisible y silente campana que generan,
en el acto de ser narradores-escuchas y escuchas-narradores, con todo su hacer,
con todo su ser. Gozando de ese silencio al que provocan, porque es un silencio
poblado de imaginación, un silencio colectivo, un silencio compartido, donde
las palabras, como las del poeta, lo rompen para recrearlo. Gozando porque el
trabajo creativo de un cuento, implica un “esquema dinámico de sentido” con una
doble función fecundante: la de narradores y la de escuchas, interrelacionadas
permanentemente en un acto de amor: una comunicación abierta y solidaria, donde
ambos comparten la confianza. ¿Pretendemos algo más para una pedagogía
verdaderamente activa?
Pero
con un detalle importante: nuestra misión principal es divertir, sólo eso. No
educar, menos, moralizar. Sólo divertimos. Pero, ¿cómo? ¿Provocando la risa
fácil? No. Dejando una sabrosa cosquillita por dentro: la de la palabra dicha.
A partir de una conferencia que dictó
Rubén Yáñez, el director de la agrupación teatral uruguaya “El Galpón” –allá por mediados de
los años ochenta, en la ciudad de Valencia (Venezuela)- aprendí a utilizar la
etimología de la palabra divertir en mis talleres de narración oral. En medio
de varios aspectos muy importantes que venía desarrollando Yáñez, de pronto, nos
preguntó sobre qué era divertirse, cuándo era que uno se divertía, cómo era que
se sentía quien estaba divertido. Desde
la extrañeza inicial surgieron múltiples respuestas, válidas todas, ninguna
descartable, más bien, sorprendentes. Al comenzar a crearse el silencio
inmediato a tanta descarga, el expositor preguntó sí alguno conocía el
significado inicial de la palabra, de dónde venía, su etimología. De inmediato
aseveró que, en el antiguo latín, la palabra “divertir” era una palabra
compuesta, formada por los vocablos “di”, dos, y por “vertir”, verter: volcar
un líquido de un recipiente a otro. “Dos veces volcar” sería su significado
inmediato. Señaló, además, que es eso lo que se pone de manifiesto cuando uno se
divierte: uno recibe algo de alguien o algo, y lo vuelca de nuevo hacia los
otros, o lo otro. Es decir, “saca hacia
fuera lo que tiene dentro” Y agregó que,
si ese era el verdadero significado de la palabra, se podía, concluir, con
mucho humor: “Por supuesto, nadie nos va a mostrarnos lo peor de él, nos va a
sacar siempre lo mejor”
Es obvio, pero no por obvio innecesario, señalar que, con esa intención
nos disponemos siempre a asumir cada uno de los pasos, cada uno de los
ejercicios, en cada uno de los momentos que nos corresponden en las actividades
y en nuestros talleres. La tarea es común, participativa, incluyente y nunca
-en lo posible e imposible- excluyente: aprender jugando, divirtiéndonos de lo
mejor, en lo mejor. Sin groserías, sin facilismos chabacanos, con buen uso de
todos los lenguajes.
Artículo publicado en la web de la Revista Cirnaola en COLUMNAS, como columnista invitado
Texto: Armando Quintero Laplume / Foto: Abigail Truchsess
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