Alberto se miraba en el espejo.
Detrás de él, apareció ella.
Silenciosa como siempre.
Alberto detalló el blanco casi glacial de ese rostro fino y alargado.
Como si una máscara de porcelana lo cubriera.
También observó la elegante capa oscura que caía desde sus hombros.
Dejaba imaginar, más que ver, un estilizado cuerpo, pálido y desnudo, apenas
cubierto con un largo vestido, también oscuro.
—No me la había imaginado tan bonita –pensó.
Y se sonrojó ante la idea de que ella leyera sus pensamientos.
Ella lo miraba y parecía sonreírle. Coquetearle, más bien.
—Hola –dijo Alberto. Sin voltearse.
—Hola –respondió ella.
—Estoy viejo. Ya tengo muchos años
—Nunca llegarás a los míos.
—¿Vienes a buscarme?
Ella no le
respondió.
En esos
segundos, pesados como años, Alberto recordó a El séptimo sello, la
película de Ingmar Bergman que había visto varias veces en su juventud.
Pero también recordó que no estaban en la Edad
Media, no habría una Peste Negra tan devastadora, ni brujas, ni Inquisición…
Aunque la inseguridad, tan desbordada en estos
últimos años, nos mantiene a todos encerrados desde tempranas horas –pensó. Como
si la Peste, las brujas y la Inquisición sólo se hubieran trasladado de siglo.
También recordó que, para colmo, él no sabía jugar
ajedrez.
—Te propongo algo –dijo Alberto, mirándola de
frente: Juguemos a La Vieja.
Los ojos de ella parecieron ponerse redondos como
el dos de oro.
Era evidente que le gustaba el juego.
Después de varias partidas, ella no paró de ganarle.
—Es que, como siempre, tú tienes la última jugada –le comentó Alberto.
—Perdón, el último silencio –corrigió ella. El más largo de todos. ¿Nos
vamos?
Alberto chequeó que todo estaba en orden: el dinero
adelantado de dos meses en su sobre, allí sobre la mesa, junto a la carta donde
le explicaba a la dueña sobre un largo viaje de negocios, impostergable, que
iba a realizar. Y de su posible “no retorno al país”.
Salieron. Al cerrar la puerta, ocultó la llave bajo
la alfombra de la entrada al anexo.
Subieron las escaleras. Pasaron la reja de salida a
la calle.
Después de cerrarla, desde allí, con un pequeño
brinco, lanzó la llave de ésta hacia la pequeña escalera de la casa de la
dueña. Como siempre lo hacía cuando se iba de viaje.
Ambos se dirigieron, lentos y seguros, hacia el
carro de Alberto, que estaba muy bien estacionado en la acera de enfrente.
Una luna llena los iluminó con todo su esplendor.
Parecían una pareja de enamorados.
Detrás de la celosía de su ventanal, una vecina los
vio montarse en el carro azul claro y alejarse, calle arriba, por la
urbanización. Sólo comentó para sí:
—Otra vez el viejo verde se va de fiesta con otra
muchacha joven.
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