Vista del Puente Nuevo del Río Olimar, Treinta y Tres, Uruguay.
La justicia tarda, pero a veces llega. Y qué bueno es que a veces llegue de manera tan apropiada. Así que, de mi parte, en estas líneas va también un reconocimiento a quienes tuvieron la idea de otorgarle esta distinción a quien, sin lugar a dudas, se lo merece.
Mención aparte merece también esta nueva versión de la Guitarra Olimareña. Una excelente artesanía, con madera del puente viejo, de otro artesano y cantor olimareño: el “Cepillo” Ituarte. Felicitaciones extensivas, entonces, para el “Cepillo”.
Bohemio incorregible, noctámbulo consuetudinario, incansable caminador, a los 91 años de edad Ramón Romero Juárez -“El Bocha”, “Romerito”- recibió la Guitarra Olimareña, en reconocimiento a su trayectoria en el ámbito de la cultura artística treintaitresina.
A diferencia de los cantores populares, cuyo trabajo está más directamente vinculado con el público, o de aquellos autores que son conocidos a través precisamente de dichos cantores, algunas de las personas que han sido distinguidas con la Guitarra Olimareña no gozan de ese conocimiento masivo. Pero sus nombres importan dentro del círculo más restringido de lo que se ha dado en llamar “la cultura”. Su aporte, o su trayectoria, no ha sido tan publicitado o difundido como en el caso de los cantores. Todo el mundo sabe quién es el “Pepe” Guerra o quien fue Ruben Lena. En cambio, ¿todos los treintaitresinos saben qué fue lo que hizo Ramón Romero en el terreno de la cultura para merecer esta distinción?
“Romerito” es un claro ejemplo de aquel prejuicio típicamente aldeano que se manifiesta en la expresión “¡qué va a ser artista ése, si vive a la vuelta de casa!” Y para peor, en un barrio que queda medio a trasmano, apretado entre las vías del ferrocarril y el Ejido.
Digamos, entonces, algo sobre la personalidad de “Romerito”.
Su pasión era el teatro, actividad en la que llegó a ser figura destacada. Integrante del elenco del Teatro Experimental bajo la dirección de Carlos Gallardo, recuperada la democracia se integró a la Comedia Municipal dirigida por Artemio Silva.
Pero sus inquietudes e intereses no se limitaron a la actividad teatral. Hombre de barrio, frecuentador de boliches y de quecos, su participación en los carnavales treintaitresinos, como constructor de tablados, es bien recordada por los más veteranos. Como bien sabemos, los carnavales de antes eran bastante más carnavalescos que los de ahora, y “Romerito” fue un gran conocedor -además de protagonista-, de esta fiesta popular (que es, como todo, una manifestación cultural).
Profesor de Manualidades del viejo Instituto Normal, canalizó su veta artesanal haciendo tapices.
Andariego, acompañó más de una vez a la “barra arqueológica” del Laucha Prieto en sus primeras incursiones en busca de cerritos indígenas.
Padeció, como tantos otros, la tortura y la cárcel.
Romerito -flaco, bajito- estaba siempre ahí, arrimado, participando, aunque más no fuera con su presencia, en toda actividad vinculada con el arte. Uno de los lugares que más frecuentaba era el Museo de los tiempos de Mancebo Rojas. Ahí, la barra de los más jóvenes -proyectos de artistas- contábamos con él para conversar de esto o de lo otro. Recuerdo particularmente su gusto por el buen cine. Cuando allá por 1962, en la parroquia comenzaron las actividades “folklóricas” se lo vio aparecer algunas veces, como vichando el panorama. A él le debo el haberme puesto en contacto con Cacheiro.
Temperamental, su figura se “agigantaba” cuando, tragos mediante, alguno de los parroquianos se salía con algún “martes 13” que a él no le caía en gracia. Era todo un espectáculo ver aquella figura menuda cuando se “soliviantaba”. Una especie de David sin honda, y sin el menor criterio para medir las consecuencias de la desproporción física entre él y su ocasional oponente. Quedaba como gato, de lomo duro, y hasta parecía que se le alargaban las uñas. Su actitud en esos momentos era la de “no me importa cuantos son, sino que vayan viniendo”. Menos mal que los otros optaban por no “venirse”. Tenía la ventaja de ser muy querido y apreciado, y entonces, de la otra parte siempre se le toleraban sus “enchinchamientos”. Tal vez hasta un poco de gracia les haría ver concentrado tanto coraje en aquel cuerpo tan menudo.
Durante una larga temporada estuvo conviviendo en Averías con Cacheiro y su familia. Se juntaron, entonces, dos temperamentales, y eso siempre produce “chisperíos” de variado calibre. No fui testigo presencial, pero me han contado varias anécdotas de esa época. Y, la verdad, me hubiera gustado asistir a las interminables discusiones que tenían a raíz del “descenso de los marcianitos” en el barrio Aguerre, su barrio. Terminaban los dos calientes, uno afirmando y el otro negando la existencia de los dichosos “marcianitos”.
Finalmente retirado de la actividad teatral, se dedicó a dos cosas, cumplidas metódicamente: la visita semanal a algunas de sus amistades más entrañables, y las crónicas publicadas en la contratapa de “El Cimarrón”. Era la memoria viva de un Treinta y Tres ya casi mítico -el de los años 30, 40 y 50-, del cual él iba quedando como uno de sus privilegiados sobrevivientes. Ahí supo retratar, con realismo y humor, un aspecto de la realidad pueblerina en el que el anecdotario y la picaresca parecían estar a la orden del día. Una época sin televisor (ni de alta ni de baja definición), en el que la gente estaba más directamente vinculada, en el que funcionaba más el boca a boca, y donde la conversación y la narración de los “sucedidos” aseguraba el “divertimento”. Treinta y Tres no pasaba de ser una gran aldea, ese lugar donde se decía que “todos nos conocíamos”. Pero una aldea en la que florecieron cosas, algunas de las cuales alcanzaron categoría nacional. Y “Romerito” fue parte de ese florecimiento.
Protagonista, pero también observador, en sus andanzas fue recogiendo buena parte de eso que estaba al margen de “lo culto”, volcándolo finalmente en esas sabrosas crónicas, las cuales tienen el sabor de lo popular. Siempre he pensado que sería una buena idea recopilar esas crónicas y publicarlas en forma de libro.
Mirándolo trasegar las calles, con su paso ligero y su compostura un tanto formal (por momentos, ceremoniosa), quien no lo conociera podría catalogarlo como un “vago”, según los prejuicios al uso de los que creen que la vida se hizo únicamente para trabajar (en algo económicamente redituable, por supuesto). Pero los trabajos de “Romerito” se desarrollaban por otros carriles, no tan convencionales. Y, gracias a esos trabajos, supo aportarle lo suyo al pueblo donde nació. Por todo ello, este reconocimiento es más que merecido.
Bolívar Viana
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