Ilustración Armando Quintero.
Jairo Aníbal fue ante todo un ser humano que conservó –como su apellido lo indica- la ternura de la infancia durante toda su vida. Tuve la suerte de conocerlo cuando mi libro Los amigos del hombre ganó el Premio Nacional Enka de Literatura Infantil, y él, que había sido uno de los jurados, nos invitó a su casa. Fuimos con Patricia, mi esposa, a su apartamento de Las Aguas –que terminaba en punta sobre la carrera tercera como la proa de un gran transatlántico-, y allí se abrió la puerta de su corazón y empezó una amistad de esas que no terminan nunca porque se vuelven hermandad.
Cuando nació nuestra hija María José, le pedimos a Jairo Aníbal y su esposa Irene, que fueran los padrinos de la niña. Nos volvimos compadres, y de inmediato nació entre nosotros una enredadera llena de flores, y la niñita lo llamaba Jairo Aníbal El Niño, y se fascinaba con las historias con que nos hipnotizaba, como cuando narraba su conversación una noche de otoño en el puerto de Ámsterdam con un viejo marinero que resultó ser el holandés errante, el capitán del buque fantasma, que a las doce de la noche se apareció en los muelles como un espectro envuelto en fuegos fatuos, con los velámenes roídos y esqueletos andantes, donde el capitán embarcó para seguir vagando por los vericuetos de la eternidad.
- “Entonces me di cuenta que todo el tiempo habíamos hablado, él en holandés, y yo en español, pero nos entendíamos perfectamente”, dijo, porque él tenía la facultad de atravesar el velo mágico que separa la fantasía de la realidad.
Después nació Valentina Fabia, nuestra segunda hija, y tan pronto como la cabecita le dio para entender que Jairo Aníbal era el padrino de su hermanita, nos hizo la petición: “Yo también quiero que él sea mi padrino”, y por supuesto el poeta aceptó y quedamos unidos por el doble compadrazgo.
Desde entonces en las reuniones ya eran dos las niñitas que escuchaban al padrino contando cómo en Pekín escuchó el concierto de millones de ciclistas haciendo sonar las campanitas de sus bicicletas, que hacían de la ciudad un lugar mágico, y nos contaba que después, sobre la Plaza de Tian'anmen o Plaza de la Puerta de la Paz Celestial, vio volar un dragón, no de papel sino de verdad, sobre una multitud de un millón de chinos.
- “Después fui a buscar algo de comer, y pedí en un puesto callejero unos camarones fritos, y cuando los probé y dije que estaban ricos, a mi alrededor ya había una multitud de chinos que aplaudió con cariño al extraño extranjero que degustaba su comida”.
Jairo Aníbal creó un nuevo paradigma, pues nos hizo mirar con desbordada fantasía nuestro entorno, y abrió el camino a una literatura dirigida a los niños, en la cual se reflejaran nuestras selvas y montañas, los grandes ríos de aguas amarillas, los nublados cielos paramunos, los mares soleados del Caribe y los grises y lluviosos del Pacífico.
Con su obra nos invitó a soñar pero a la vez a ser críticos con esta sociedad indigna, pues en sus fibras más íntimas siempre fue un rebelde, un revolucionario que jamás transigió con la injusticia. Desde su infancia en Moniquirá –tierra de tumes y bocadillos de guayaba- estuvo en contacto con la violencia que desplazó a su familia paterna, obligándolo a una vida de rebusque como cuentero, teatrero, titiritero, gitano, ayudante de bus y marinero en el Amazonas: su vida era como un libro de Emilio Salgari, su corazón desde la adolescencia escribía un cuento de aventuras.
Echó raíces cuando formó un hogar con Irene Morales, una especie de ángel de la guarda, dulce compañía, nacida en Cartagena de Indias, e hija de un prominente médico que toda la vida vistió de lino blanco y supo entender el amor de esa morena linda por el poeta loco y aventurero de la cordillera. De esa mezcla tan disímil pero tan complementaria entre cachaco y costeña nacieron la dulce Alejandra, médica que cura los enfermos con esencias de flores, con dibujos, con poemas y con el amor que le dio vida; Paula, morena de mirada rebelde, que escogió el camino de la Sicología para ayudar a la gente a encontrarse a sí misma desde adentro; y Santiago, quien heredó al tiempo la poesía de su padre y la ternura de Irene, expresadas con música.
En un país tradicionalmente machista, Jairo Aníbal redescubrió la ternura, y es por eso que hoy varias generaciones de niños lo llevan en el corazón, los adolescentes aprendieron a declarar su amor, e innumerables parejas se casaron gracias a su “Alegría de querer” y su “Preguntario”.
Él nos contaba cómo alguna vez llegó a puerta un piloto de avión con los ojos llenos de luz. Buscaba con afán al poeta, pues hacía una escala de apenas dos horas en Bogotá, mientras barrían el aeroplano, lo recargaban con combustible y energía para poder seguir errando por el mundo. Se había escapado del aeropuerto en un taxi que subió por la Avenida Eldorado hasta las faldas del cerro de Monserrate; ingenuo como los verdaderos enamorados-le dijo al conductor “no se me vaya a ir, que no me demoro”, subió las escaleras a la carrera y en su frente, bajo el quepis de capitán de las altas nubes, brillaban perlas de sudor que más bien parecían diamantes diminutos.
- “Maestro, -le dijo a Jairo Aníbal- por favor, fírmeme este libro suyo, que con él enamoré a la mujer que va a ser mi esposa, y ella no me cree que somos amigos”
- “Con mucho gusto, Capitán, si hemos sido amigos toda la vida, aunque sea la primera vez que nos veamos”, le dijo el poeta, le firmó el libro, le dio un abrazo, y él retornó a la carrera al aeropuerto. Cuarenta minutos más tarde, Jairo Aníbal, desde la atalaya de su apartamento vio un avión que lo saludaba balanceando las alas en el cielo de Bogotá. Le dijo adiós con la mano, pues su sueño secreto siempre fue ser aviador.
Su entierro no fue de luto y tristeza, fue un lanzamiento de nave espacial, una despedida con lágrimas de alegría, y por eso en el ataúd no era un muerto lívido, sino un astronauta sonriente, concentrado en la emoción de su viaje, y muchos nos comunicamos por las redes globales anunciando el viaje definitivo del amigo que se iba para las estrellas. Sus poemas dieron otra vez la vuelta al mundo, para que el dolor poco a poco se transformara en regocijo, y ayer sonó mi teléfono celular con un mensaje del Profesor Carlos Silva: “decidió él mismo ir a poner sus avioncitos de papel en el cielo”.
Eso fue lo que pasó: dejó el capullo que llamamos cuerpo para que por fin se liberara la mariposa de luz que siempre llevó por dentro y que aleteaba en sus palabras y en su abrazo. Ha subido a las más altas estrellas, como si volviera a su origen, y por eso ahora brillan mucho más con la ternura del compadre.
Lo veremos cada día en las flores que abran sus pétalos en los jardines al amanecer para llenar el día de colores y perfumes, en cada nube que juegue con el viento para dibujar en el cielo animalitos, unicornios y dragones, que se encargarán de recordarnos que el poeta sigue por ahí arriba, haciéndole cosquillas a los ángeles, convertido en lo que siempre fue, Jairo Aníbal el Niño, como le decían María José y Valentina Fabia, mis hijas, sus ahijadas, y todos los que tenemos la suerte de amarlo.
Perfil de Jairo Aníbal Niño para el cuadernillo Domingo a Domingo de El Tiempo de Bogotá realizado por Celso Román.
Jairo Aníbal fue ante todo un ser humano que conservó –como su apellido lo indica- la ternura de la infancia durante toda su vida. Tuve la suerte de conocerlo cuando mi libro Los amigos del hombre ganó el Premio Nacional Enka de Literatura Infantil, y él, que había sido uno de los jurados, nos invitó a su casa. Fuimos con Patricia, mi esposa, a su apartamento de Las Aguas –que terminaba en punta sobre la carrera tercera como la proa de un gran transatlántico-, y allí se abrió la puerta de su corazón y empezó una amistad de esas que no terminan nunca porque se vuelven hermandad.
Cuando nació nuestra hija María José, le pedimos a Jairo Aníbal y su esposa Irene, que fueran los padrinos de la niña. Nos volvimos compadres, y de inmediato nació entre nosotros una enredadera llena de flores, y la niñita lo llamaba Jairo Aníbal El Niño, y se fascinaba con las historias con que nos hipnotizaba, como cuando narraba su conversación una noche de otoño en el puerto de Ámsterdam con un viejo marinero que resultó ser el holandés errante, el capitán del buque fantasma, que a las doce de la noche se apareció en los muelles como un espectro envuelto en fuegos fatuos, con los velámenes roídos y esqueletos andantes, donde el capitán embarcó para seguir vagando por los vericuetos de la eternidad.
- “Entonces me di cuenta que todo el tiempo habíamos hablado, él en holandés, y yo en español, pero nos entendíamos perfectamente”, dijo, porque él tenía la facultad de atravesar el velo mágico que separa la fantasía de la realidad.
Después nació Valentina Fabia, nuestra segunda hija, y tan pronto como la cabecita le dio para entender que Jairo Aníbal era el padrino de su hermanita, nos hizo la petición: “Yo también quiero que él sea mi padrino”, y por supuesto el poeta aceptó y quedamos unidos por el doble compadrazgo.
Desde entonces en las reuniones ya eran dos las niñitas que escuchaban al padrino contando cómo en Pekín escuchó el concierto de millones de ciclistas haciendo sonar las campanitas de sus bicicletas, que hacían de la ciudad un lugar mágico, y nos contaba que después, sobre la Plaza de Tian'anmen o Plaza de la Puerta de la Paz Celestial, vio volar un dragón, no de papel sino de verdad, sobre una multitud de un millón de chinos.
- “Después fui a buscar algo de comer, y pedí en un puesto callejero unos camarones fritos, y cuando los probé y dije que estaban ricos, a mi alrededor ya había una multitud de chinos que aplaudió con cariño al extraño extranjero que degustaba su comida”.
Jairo Aníbal creó un nuevo paradigma, pues nos hizo mirar con desbordada fantasía nuestro entorno, y abrió el camino a una literatura dirigida a los niños, en la cual se reflejaran nuestras selvas y montañas, los grandes ríos de aguas amarillas, los nublados cielos paramunos, los mares soleados del Caribe y los grises y lluviosos del Pacífico.
Con su obra nos invitó a soñar pero a la vez a ser críticos con esta sociedad indigna, pues en sus fibras más íntimas siempre fue un rebelde, un revolucionario que jamás transigió con la injusticia. Desde su infancia en Moniquirá –tierra de tumes y bocadillos de guayaba- estuvo en contacto con la violencia que desplazó a su familia paterna, obligándolo a una vida de rebusque como cuentero, teatrero, titiritero, gitano, ayudante de bus y marinero en el Amazonas: su vida era como un libro de Emilio Salgari, su corazón desde la adolescencia escribía un cuento de aventuras.
Echó raíces cuando formó un hogar con Irene Morales, una especie de ángel de la guarda, dulce compañía, nacida en Cartagena de Indias, e hija de un prominente médico que toda la vida vistió de lino blanco y supo entender el amor de esa morena linda por el poeta loco y aventurero de la cordillera. De esa mezcla tan disímil pero tan complementaria entre cachaco y costeña nacieron la dulce Alejandra, médica que cura los enfermos con esencias de flores, con dibujos, con poemas y con el amor que le dio vida; Paula, morena de mirada rebelde, que escogió el camino de la Sicología para ayudar a la gente a encontrarse a sí misma desde adentro; y Santiago, quien heredó al tiempo la poesía de su padre y la ternura de Irene, expresadas con música.
En un país tradicionalmente machista, Jairo Aníbal redescubrió la ternura, y es por eso que hoy varias generaciones de niños lo llevan en el corazón, los adolescentes aprendieron a declarar su amor, e innumerables parejas se casaron gracias a su “Alegría de querer” y su “Preguntario”.
Él nos contaba cómo alguna vez llegó a puerta un piloto de avión con los ojos llenos de luz. Buscaba con afán al poeta, pues hacía una escala de apenas dos horas en Bogotá, mientras barrían el aeroplano, lo recargaban con combustible y energía para poder seguir errando por el mundo. Se había escapado del aeropuerto en un taxi que subió por la Avenida Eldorado hasta las faldas del cerro de Monserrate; ingenuo como los verdaderos enamorados-le dijo al conductor “no se me vaya a ir, que no me demoro”, subió las escaleras a la carrera y en su frente, bajo el quepis de capitán de las altas nubes, brillaban perlas de sudor que más bien parecían diamantes diminutos.
- “Maestro, -le dijo a Jairo Aníbal- por favor, fírmeme este libro suyo, que con él enamoré a la mujer que va a ser mi esposa, y ella no me cree que somos amigos”
- “Con mucho gusto, Capitán, si hemos sido amigos toda la vida, aunque sea la primera vez que nos veamos”, le dijo el poeta, le firmó el libro, le dio un abrazo, y él retornó a la carrera al aeropuerto. Cuarenta minutos más tarde, Jairo Aníbal, desde la atalaya de su apartamento vio un avión que lo saludaba balanceando las alas en el cielo de Bogotá. Le dijo adiós con la mano, pues su sueño secreto siempre fue ser aviador.
Su entierro no fue de luto y tristeza, fue un lanzamiento de nave espacial, una despedida con lágrimas de alegría, y por eso en el ataúd no era un muerto lívido, sino un astronauta sonriente, concentrado en la emoción de su viaje, y muchos nos comunicamos por las redes globales anunciando el viaje definitivo del amigo que se iba para las estrellas. Sus poemas dieron otra vez la vuelta al mundo, para que el dolor poco a poco se transformara en regocijo, y ayer sonó mi teléfono celular con un mensaje del Profesor Carlos Silva: “decidió él mismo ir a poner sus avioncitos de papel en el cielo”.
Eso fue lo que pasó: dejó el capullo que llamamos cuerpo para que por fin se liberara la mariposa de luz que siempre llevó por dentro y que aleteaba en sus palabras y en su abrazo. Ha subido a las más altas estrellas, como si volviera a su origen, y por eso ahora brillan mucho más con la ternura del compadre.
Lo veremos cada día en las flores que abran sus pétalos en los jardines al amanecer para llenar el día de colores y perfumes, en cada nube que juegue con el viento para dibujar en el cielo animalitos, unicornios y dragones, que se encargarán de recordarnos que el poeta sigue por ahí arriba, haciéndole cosquillas a los ángeles, convertido en lo que siempre fue, Jairo Aníbal el Niño, como le decían María José y Valentina Fabia, mis hijas, sus ahijadas, y todos los que tenemos la suerte de amarlo.
Perfil de Jairo Aníbal Niño para el cuadernillo Domingo a Domingo de El Tiempo de Bogotá realizado por Celso Román.
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