Ilustración tomada de www.estudioportable.com/.../05/mil_corazones.jpg
Una vez un hombre pequeñito se encontró a una mujer pequeñita.
El hombre llevaba un sombrero grande, muy grande.
La mujer vestía una bata larga, muy larga.
Llena de aromas y colores.
En la copa alta del sombrero de aquel hombre pequeñito anidaban pájaros de todos los cantos, todos los plumajes y todos los vuelos.
En la bata larga de aquella mujer pequeñita crecían flores de todos los tamaños, todas las formas y todos los aromas.
Un día el hombre pequeñito paseaba por un parque.
Cerca de la casa pequeñita donde él vivía.
Era un parque en forma de elefante y estaba cerca de donde nace el sol.
Y tenía árboles pequeñitos, fuentes pequeñitas, jardines pequeñitos con
senderos pequeñitos.
La mujer pequeñita venía desde el otro lado del parque.
Desde donde ella habitaba.
Caminaba distraída por uno de los senderos pequeñitos y recogía flores de todos los tamaños, formas y colores con su larga bata.
Al pasar a su lado, el hombre pequeñito miró con gran ternura a la mujer pequeñita. Y la mujer pequeñita miró al hombre pequeñito, también.
Ambos sintieron que sus corazones se hacían grandes, muy grandes, mucho más grandes que ellos.
Grandotes como un cielo abierto y despejado. Sin nubes.
¡Y temblaban, como todas las flores y todos los pájaros de aquel parque, movidos por un viento suave que por allí pasaba!
El hombre pequeñito era tímido, muy tímido.
Por eso no se animó a decirle nada a la mujer pequeñita.
No sabemos por qué, la mujer tampoco.
Sólo se atrevió a mirarlo y a seguir su camino.
Así pasaron los días, las semanas, los meses…
Hasta que en uno de esos encuentros, la mujer le entregó al hombre un papel de todos los colores que, como suponemos, era pequeñito.
En el papel, con unas letras grandes, muy grandes, de ésas que la mujer pequeñita escribía, se podía leer:
“¡Sigue los corazones!”.
El hombre miró hacia atrás, por el hombro de la mujer pequeñita.
Había una hilera de corazones pequeñitos trazados en el sendero que, poco a poco, se hacían grandes, más grandes. Grandísimos.
Y mansos. Como si fueran del corazón de una vaca enamorada del mar.
El hombre caminó y caminó por el sendero pequeño, pequeñito.
Siguió los corazones hasta dar la vuelta al parque.
Justo cuando llegó al último corazón trazado, se reencontró con la mujer pequeñita que le sonreía.
Con una sonrisa, cargada de ternura.
La mujer le entregó al hombre un corazón pequeñito dibujado en un papel de todos los colores.
El corazón no era mucho más grande que una de las uñas del pulgar de cualquiera de las manos pequeñitas del hombre pequeñito.
El hombre le entregó a la mujer una flor pequeñita que hizo, casi sin darse cuenta, con el papel de la nota que le había escrito la mujer pequeñita.
La hizo mientras caminaba por el sendero de corazones trazados.
Ambos se miraron a los ojos y se tomaron de las manos.
El corazón del hombre pequeñito temblaba.
El corazón de la mujer pequeñita, también.
Mientras el corazoncito y la flor de papel crecían grande, muy grande.
Como todo un cielo abierto.
Un cielo abierto y sin nubes.
Como para que un parque se llene del canto de los pájaros y del aroma de las flores que vuelan hacia todos lados.
Movidos por el viento suave, en tanto, el hombre y la mujer pequeñita volaban unidos en un abrazo cargado de ternura.
Volaban y volaban.
Entre los cantos de los pájaros y el aroma de las flores.
Y crecían grandes, muy grandes.
Grandísimos en el corazón de todos los que veían su vuelo.
Como cualquiera logra crecer y volar cuando camina por un parque que tienen la forma de un elefante.
Y está lleno de los aromas, los sonidos y los colores que nos unen a todos.
Cuento presentado al "V Concurso de Cuentos Infantiles Los Niños de Mercosur" con el Seudónimo: "Uno de un lugar que también existe". Recibió Mención de Honor.
Autor del cuento: Armando Quintero Laplume
El hombre llevaba un sombrero grande, muy grande.
La mujer vestía una bata larga, muy larga.
Llena de aromas y colores.
En la copa alta del sombrero de aquel hombre pequeñito anidaban pájaros de todos los cantos, todos los plumajes y todos los vuelos.
En la bata larga de aquella mujer pequeñita crecían flores de todos los tamaños, todas las formas y todos los aromas.
Un día el hombre pequeñito paseaba por un parque.
Cerca de la casa pequeñita donde él vivía.
Era un parque en forma de elefante y estaba cerca de donde nace el sol.
Y tenía árboles pequeñitos, fuentes pequeñitas, jardines pequeñitos con
senderos pequeñitos.
La mujer pequeñita venía desde el otro lado del parque.
Desde donde ella habitaba.
Caminaba distraída por uno de los senderos pequeñitos y recogía flores de todos los tamaños, formas y colores con su larga bata.
Al pasar a su lado, el hombre pequeñito miró con gran ternura a la mujer pequeñita. Y la mujer pequeñita miró al hombre pequeñito, también.
Ambos sintieron que sus corazones se hacían grandes, muy grandes, mucho más grandes que ellos.
Grandotes como un cielo abierto y despejado. Sin nubes.
¡Y temblaban, como todas las flores y todos los pájaros de aquel parque, movidos por un viento suave que por allí pasaba!
El hombre pequeñito era tímido, muy tímido.
Por eso no se animó a decirle nada a la mujer pequeñita.
No sabemos por qué, la mujer tampoco.
Sólo se atrevió a mirarlo y a seguir su camino.
Así pasaron los días, las semanas, los meses…
Hasta que en uno de esos encuentros, la mujer le entregó al hombre un papel de todos los colores que, como suponemos, era pequeñito.
En el papel, con unas letras grandes, muy grandes, de ésas que la mujer pequeñita escribía, se podía leer:
“¡Sigue los corazones!”.
El hombre miró hacia atrás, por el hombro de la mujer pequeñita.
Había una hilera de corazones pequeñitos trazados en el sendero que, poco a poco, se hacían grandes, más grandes. Grandísimos.
Y mansos. Como si fueran del corazón de una vaca enamorada del mar.
El hombre caminó y caminó por el sendero pequeño, pequeñito.
Siguió los corazones hasta dar la vuelta al parque.
Justo cuando llegó al último corazón trazado, se reencontró con la mujer pequeñita que le sonreía.
Con una sonrisa, cargada de ternura.
La mujer le entregó al hombre un corazón pequeñito dibujado en un papel de todos los colores.
El corazón no era mucho más grande que una de las uñas del pulgar de cualquiera de las manos pequeñitas del hombre pequeñito.
El hombre le entregó a la mujer una flor pequeñita que hizo, casi sin darse cuenta, con el papel de la nota que le había escrito la mujer pequeñita.
La hizo mientras caminaba por el sendero de corazones trazados.
Ambos se miraron a los ojos y se tomaron de las manos.
El corazón del hombre pequeñito temblaba.
El corazón de la mujer pequeñita, también.
Mientras el corazoncito y la flor de papel crecían grande, muy grande.
Como todo un cielo abierto.
Un cielo abierto y sin nubes.
Como para que un parque se llene del canto de los pájaros y del aroma de las flores que vuelan hacia todos lados.
Movidos por el viento suave, en tanto, el hombre y la mujer pequeñita volaban unidos en un abrazo cargado de ternura.
Volaban y volaban.
Entre los cantos de los pájaros y el aroma de las flores.
Y crecían grandes, muy grandes.
Grandísimos en el corazón de todos los que veían su vuelo.
Como cualquiera logra crecer y volar cuando camina por un parque que tienen la forma de un elefante.
Y está lleno de los aromas, los sonidos y los colores que nos unen a todos.
Cuento presentado al "V Concurso de Cuentos Infantiles Los Niños de Mercosur" con el Seudónimo: "Uno de un lugar que también existe". Recibió Mención de Honor.
Autor del cuento: Armando Quintero Laplume