Clarissa, la vaca azul

Clarissa, la vaca azul
paseando por el campo

domingo, 31 de agosto de 2008

Cuentos para narrar

Una mujer, un hombre y varios corazones

Una vez un hombre pequeñito se encontró a una mujer pequeñita.
El hombre llevaba un sombrero de copa muy alta. Grande, muy grande.
La mujer vestía una bata larga, muy larga. Llena de aromas y colores.
En la copa del sombrero de aquel hombre pequeñito anidaban pájaros de todos los cantos, todos los plumajes y todos los vuelos.
En la bata de aquella mujer pequeñita crecían flores de todos los tamaños, todas las formas y todos los aromas...

Así se inicia el cuento de Armando Quintero Laplume que obtuvo Mención de Honor en el concurso de Cuentos Infantiles Los Niños de Mercosur. Y que recibirá en Córdoba, Argentina, en la Feria del Libro. Cuando concurra al CUENTO PALABRA 10 desde el 1 al 13 de septiembre de 2009 y, también, al Festival "Te doy mi Palabra" a realizarse en Buenos Aires del 15 al 20.


Sobre la Mención de Honor al cuento Una mujer, un hombre y varios corazones

El 3 de junio de 2009 21:08, "Ed. Comunicarte [dirección]"

Estimado Armando,

Soy muy feliz de poder retomar este diálogo y reiterar mis felicitaciones por la Mención de Honor que mereciste en el Quinto Concurso de Cuentos Infantiles Los Niños del MERCOSUR.
Una mujer, un hombre y varios corazones es una obra deliciosa y puede que se publique en nuestra editorial.
Deseo acercarte el Acta del Honorable Jurado del que fui parte junto a las especialistas y amigas María Adelia Díaz Rönner y Alejandra Saguier.
La premiación tendrá lugar en setiembre en Córdoba, entre el 11 y el 21 en el marco de la Feria del Libro en la que siempre es grato recibir a cada uno de los distinguidos. Espero sea posible.
Recibe un saludo afectuoso,
Karina Fraccarolli


Karina Fraccarolli Nou
Dirección
Editorial Comunicarte
Ituzaingó 167 7mo. piso 5000 Córdoba-Argentina
Tel. y Fax.: 0054-351-4264430 interno 25
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Fragmento del Acta

"Una mujer, un hombre y varios corazones", de Armando Quintero Laplume bajo el seudónimo "Uno de un lugar que también existe"
(Caracas, Venezuela)
Se trata de un relato de Amor. La utilización del atributo "pequeñito" tanto para el hombre como para la mujer, podría traducirse como hombre/mujer comunes o como cualquiera de nosotros que fuera atravesado por el amor sin darse cuenta.
El texto trascurre dentro de un ámbito en que están solos el hombre pequeñito y la mujer pequeñita y que, además, les permite encontrarse, mirarse, reencontrarse e inventarse. Por supuesto, la situación explota hacia el encuentro afortunado entre ambos y crecen sus corazones y todos los corazones vuelan y todos nos concertamos en esa sencilla acción de amar.
Aunque replicante de dispositivos narrativos ya leídos y consumidos hace tiempo, no nos deja de envolver y de recomponer esos momentos surcados en una estilización del deseo de paz y armonía para todos.

Estimada Karina:

Gracias por acercarme el acta.
Y permitirme disfrutar de esa síntesis sobre el cuento.
Por lo acertada y muy sensibles de sus puntualizaciones.

Te agrego algunos detalles para compartir con María Adelia y Alejandra, como miembros del jurado. E, incluso, con el posible ilustrador, si el cuento es publicado. Creo les interesará.
También a la queridísima Silvia Finder Gam que me pedió que te dijera de nuestra amistad.

Tomás Cacheiro -ceramista y docente olimareño, mi maestro y el de varios integrantes de nuestra generación y las anteriores- decía en sus clases de Historia del Arte en Magisterio: "Lo cursi tiene su encanto" Y es lo que me disfruté recreando. Y, en una elección a lo Juan de Mairena de Antonio Machado, superando el terreno de lo convencional y estereotipado.
Y es como lo apuntan en la parte final del comentario del acta.

Lo de seguir los corazones fue una situación de la cual fuí testigo, como muchos de los docentes y alumnos que un día entrábamos a la universidad hace algo más de dos años.
A la entrada, por la pasarela que lleva del metro a los espacios internos de la Universidad, había un enorme corazón recortado en cartulina, con un un escrito que decía: (no recuerdo el nombre y apellido del muchacho) "Fulano de tal: sigue los corazones"
Por todo el piso de la pasarela había pequeños corazones que continuaban hasta el cafetín. Como tenía ensayo con los Narracuentos no pude llegar hasta allí. Al terminar el ensayo, me puse a averiguar por qué y en qué terminó aquello. Así, me entero que los corazones llegaban hasta una mesa donde, detrás de un enorme globo en forma de corazón, estaba la novia del chico. Cumplían tres meses de noviazgo. Aquello era para un cuento. Sin dudas.

De ahí al vuelo final, al canto de alegría y "el deseo de paz y armonía para todos" con unos enamorados que me imagino como los de Marc Chagall, besándose y volando sobre flores, había sólo palabras. Y realidades como la de ese parque en forma de elefante, como es la forma de Venezuela unida al Esequivo. O son las batas guajiras y los sombreros altos a la europea. Como el de Bip, el personaje de Marcel Marceau. Quizás más alto.

Gracias por lo del diminutivo. Lo veía necesario en esta historia y con ese valor. Creo en los cambios unipersonales de la gente común que reivindica su aprecio por las cosas sencillas.

Recibe un abrazo azul, solidario y cada vez menos solitario a compartir,
Armando Quintero


Juan Andrés, recolector de sueños
Armando Quintero


Al querido “Loco” de la Balada de Horacio Ferrer – Astor Piazzola – Amelita Baltar.
A las pinturas de “Cabrerita”.
Y a todos los recolectores de sueños que, por la vida, andan sueltos por el mundo.


En una ciudad cualquiera que uno no sabe ni cómo se llama, vivía un hombre en un sanatorio.
Era un hombre como tú o como yo. Era un hombre como uno, a veces feliz, a veces no tanto.
Se llamaba Juan Andrés y creaba unas pinturas de múltiples formas, variadas, con puntos y líneas de muchos colores.

Las personas que lo veía trabajando, comentaba entre ellas:
- Ahí anda Juan Andrés, jugando con sus pinceles de arco iris.
- Ése, ni descansa. Como que la vida fuera sólo como sus pinturas.
- Ha pasado el día embriagado de formas, líneas, puntos y colores.
Juan Andrés los miraba y, al oír sus comentarios, les regalaba una de sus sonrisas luminosas, tan llena de colores como cualquiera de sus cuadros.

La casa era grande, antigua. Parecía poblada de todos los aromas del recuerdo y todos los colores de la vida.
Juan Andrés recorría sus pasillos. Conversaba con otros pacientes, incluso con los enfermeros y vigilantes. Jugaba y hasta bailoteaba en sus patios, en sus corredores o en sus espacios abiertos. Descansaba en sus jardines. O se acostaba de cara al cielo para mirar el paso de las nubes.
Y se aburría de todo. Y a veces de nada.

Un día llegó al sanatorio un médico joven que les propuso a todos los pacientes un cuestionario. Uno de esos cuestionarios que intentan averiguar sobre la personalidad, cargado de largas y tediosas preguntas.
Juan Andrés leía y respondía. Leía y respondía. Hasta llegar a una que decía: “¿Qué es lo que más te gusta de la gente?”.

Juan Andrés sintió que aquella pregunta servía para algo. Y como servir para algo puede ser importante, pensó:
- “La gente es un grupo de hombres. El hombre está hecho para los sueños. Lo que más me gusta de un hombre son sus sueños... Lo que más me gusta de la gente son sus sueños”.
Eso fue lo que respondió.

Comenzó a sentir una gran alegría.
- La gente puede mirarte a través de sus sueños - se dijo.
Y, cuando estaba sumido en estos pensamientos, sintió que algo lo empujaba a salirse de allí, de aquel sanatorio.

Desde el atardecer estaba contento pero disimulaba todas sus risitas nerviosas, escondido en los rincones. Y, como un ratoncito de cuentos, esperó a que empezara la noche para ser feliz.


Cuando ella cayó con su cálida colcha sobre la cuidad, se colocó un raído y deshilachado abrigo que tenía una banderita de taxi libre pegada al lado del bolsillo del corazón, se encasquetó hasta las orejas una deforme gorra de visera y cogió una vieja mochila sujeta con gastadas correas de piel.
- Me confundirán con “El viejo del saco” – se dijo – pero nadie podrá sospechar que voy a recolectar sueños. Hay que ser discreto.

En un descuido de los guardias logró escapar del lugar donde estaba recluido. Y, ya afuera, se movía como alguien que nunca supo qué es la prisa.
Caminó por calles y avenidas a la espera de que la gente se durmiera. Que cada uno comenzara a soñar.

Apenas uno lo hacía, le tomaba su sueño. Lo doblaba con mucho cuidado, lo colocaba en un sobre y, luego, lo guardaba en la vieja mochila.
De ese modo juntó varios sueños. Otros se fueron volando. O se escondieron lejos de su vista. No sabemos si por temor o, simplemente, por jugar con él. O para divertirlo.

Así pasaron días, semanas, más de un mes. Juan Andrés regresaba al amanecer y por la noche se escapaba recorriendo la ciudad para recoger los sueños.
Una noche uno de los sobres quedó mal cerrado. Y por él se asomó un sueño. Se lo veía triste.
Abrió los otros sobres y vio que todos los sueños estaban tristes. Muy tristes.

Juan Andrés regresó al sanatorio y le dijo a uno de los pacientes, un ingeniero constructor de maquinarias:
- Estos sueños están tristes. Inventa algo para que estén alegres.

El otro hizo unos aparatos muy extraños. Extrañísimos. Con poleas, manivelas, engranajes, ruedas, espejos y alas.
Los colocó, uno a uno entre los sueños.
Los sueños se montaron en ellos y comenzaron a volar.

Juan Andrés llevó todos los sueños que había guardado.
Los sueños volaron por toda la habitación. Y por todas las habitaciones vecinas. Pero, aún, seguían estando tristes.
Juan Andrés se sintió tan mal que se escapó.

Comenzó a caminar por la ciudad.
Caminó. Caminó. Y caminando se encontró con los otros sueños, los que se habían liberado o escondido. Y vio que volaban muy felices.
- “Cuando un sueño es de uno está solo, es un sueño triste”- pensó - “Cuando está con otros, feliz”.

Juan Andrés regresó a la casa antigua cargada de aromas y colores.
- Ya sé qué es lo que necesitan los sueños para ser felices - le dijo al ingeniero - Vente conmigo y ayúdame.
Y se pusieron a doblar sueños.
El ingeniero lo ayudaba.
Pero los sueños eran tantos que, poco a poco, se le unieron los otros pacientes. Y hasta los enfermeros y vigilantes.
Hacían paqueticos de regalos y los metían en sobres.

Luego que doblaron y guardaron todos los sueños, Juan Andrés, el ingeniero y alguno de los pacientes se llegaron a la oficina de correos para enviar los sobres a los diversos nombres de las distintas direcciones de aquella ciudad. Y de las ciudades vecinas. Y de las más y más distantes.
A cada sobre, junto al sueño envuelto en papel de regalo, les colocaron un cartelito que decía: “Libérame”.

Así lograron que cada sueño compartiera sus sueños con los otros sueños.
Y los trocitos de sueños que lograban asomarse por los sobres tenían forma de sonrisa.
Sabían que no serían sueños tristes, que no estarían solos: juntos serían tanto como el sueño de todos.




Rincón de Jóvenes y Adultos

El corazón de Martín Tinajero, origen de una leyenda
"Creo... en las abejas que labraron su colmena dentro del corazón de Martín Tinajero..."
Aquiles Nazoa


El corazón de Martín Tinajero siempre fue de miel. Desde pequeño. Nunca conocí, ni conoceré, estoy seguro, a un ser tan tierno, tan delicado, tan claro de vivir lo que le tocara vivir y, ¡tan hombre! Menos, y perdone que se lo diga, a uno tan religioso como él. Vivía bien lo que fuera, y cristianamente. Nunca le oí quejarse de todos los trabajos y pesares que tiene nuestro oficio. Por muy dolido y enfermo que estuviera, siempre cumplía sus obligaciones de soldado. Tampoco, le sentí demostrar algún temor. Y, conociéndolo como le conocía, sabía que sus miedos los llevaba dentro. Y era tantos, o más, que los que cualquiera de nosotros sentía. Pero, su actitud era tan serena, tan de aceptar el momento que se le presentaba, que nos serenaba a todos. Como si estuviéramos ante Nuestro Señor Jesucristo amando a plenitud la voluntad de Dios Padre. Se lo puedo asegurar a Vuestra Merced, Fray Pedro de Aguado, sin temor a equivocarme. Como le puedo asegurar de la luz de este sol que nos ilumina ahora. No sé, eso sí, si todo lo que le diga pueda servirle para su “Recopilación Historial de Santa Marta y Nuevo Reino de Granada de las Indias del Mar Océano”, esa obra que usted está escribiendo, y que engrandece todos los sacrificios realizados por cada uno de nosotros en la conquista de estas lejanas tierras. ¿Su obra, si mal no lo recuerdo, ya va por el cuarto o quinto libro? ¿No es cierto? Gracias a su esmero, y al apoyo entusiasta de Nuestro Rey. Y, según me han comentado, llegará como hasta un noveno. ¿No es verdad? Bueno, disculpe que me haya desviado de la pregunta que me hiciera. Comienzo. Sepa usted que a Martín Tinajero lo conocí de toda la vida. Fuimos vecinos, casi nacimos y nos criamos juntos. Siempre fuimos amigos, “en las buenas y en las malas”, como se dice. Nuestros padres trabajaban en las mismas y productivas tierras. Como lo habían hecho nuestros abuelos, desde los abuelos de nuestros abuelos. De la fecha precisa de su nacimiento, no tengo ni la menor idea. Nunca la supe. Como, tampoco, sé la mía. Éramos de Écija, la sevillana ciudad de los valles de allá, por las orillas del Río Genil, el principal afluente del Guadalquivir. La conocida “Ciudad de las Torres”, por la cantidad de campanarios que emergen entre sus techos de grises y rosadas tejas. “La ciudad del Sol”, como la llaman. O, “La sartén de Andalucía”, como todos le decimos por sus elevadísimas temperaturas estivales. Disculpe. Me desvié de nuevo. Usted sabrá perdonarlo. Pero, es que la memoria de la tierra donde uno nació como que se nos pega dentro. Y se extrañan sus aromas, sus colores, sus sonidos, sus sabores; sobre todo, cuando se está lejos de ella. Vuelvo a aquello que le interesa a Vuestra Merced, y que fue para lo que vino a preguntarme. Siempre creímos - tanto su familia como la nuestra - que Martín Tinajero iba a ser un franciscano, como usted. O, al menos, un religioso. Sus delicadas manos no eran para trabajar la tierra, salvo para amasar la arcilla. Y, ¡bien bueno que era en la hechura de tinajas! De ahí le viene su nombre - de su oficio - como a muchos de nosotros. También, hacía otras piezas de nuestra cerámica tradicional, de la que se precian mucho los artesanos de Écija. Hay, incluso, parte de sus trabajos en las paredes y columnas de nuestras iglesias. Pero nunca podría decirle cuales. No lo sé. Nunca me lo dijo y, por respeto a nuestra amistad, tampoco se lo pregunté. Supe, eso sí, porque el mismo me lo contó, que un día que estaba arrodillado ante el Santísimo Cristo de la Salud, en nuestra iglesias de San Gil, oyó una voz que le decía: “Tu corazón está destinado a una gran leyenda” Él creyó que le llamaban para la vida sacerdotal y, con esa humildad suya, fue a hablar con el Padre de la Iglesia de Santa Bárbara, donde está la imagen de nuestro Santo Patrono, San Pablo. Por parecerle lo más cercano a esos deseos, ya que este santo, también, había respondido a los llamados de una voz que le sonó de pronto. Él me pidió que le acompañara. Cuando llegamos, yo le esperé fuera. Aquello que iba a resolverse, era sólo entre el sacerdote, él y Dios. Le aseguro a Su Merced, Fray Pedro de Aguado, que Martín Tinajero, desde muy pequeño, siempre fue algo enfermizo. Por ello, a ninguno de los dos nos resultó extraño que, apenas el Padre Superior lo viera, detallara su contextura y, a una, le recomendara la búsqueda, por otros caminos, de la voluntad que parecía señalarle la voz que había escuchado. Así me lo comentó, luego de salir del templo, cuando casi íbamos llegando a nuestras casas. Antes guardó total silencio, que no me atreví a cortarlo. Y, así lo hizo. Le confieso que, tampoco a mí, se me hubiera ocurrido que iba a tomar el mismo camino que tomamos muchos de los jóvenes de nuestra época: la búsqueda de eso que llaman El Dorado. Pero así fue. Juntos nos embarcamos hacia estas tierras. Y, juntos pasamos los primeros temores al irnos acercando cada vez más al borde del horizonte de la mar océano y, luego, ir cruzando el Mar de los Sargazos, a la espera de encontrarnos con los terribles monstruos que, siempre nos dijeron, habitan por esas aguas: ballenas blancas, tiburones azules, pulpos y calamares gigantes, incluso esos horribles seres llamados sirenas. Tengo claro que la mayoría de nosotros llevábamos los ojos puestos en las riquezas que pudiéramos obtener en esa empresa. Nada más, ni mucho menos. El oro, la plata, los diamantes y tantas otras riquezas encontradas, los frutos y animales nuevos estaban ahí, detrás de esos peligros, al alcance de todos, al beneficio de cada uno de nosotros. Para Martín Tinajero, no. Él estaba seguro que encontraría el Paraíso Terrenal en las nuevas tierras. Varias veces me lo dijo. Y, a eso vino. Apenas llegados al nuevo mundo, nos integramos a las huestes de los Hermanos Welser. Bajo el mando de Nikolaus de Federmann. Hicimos la jornada que este conquistador realizó hacia el interior de las nuevas tierras que se iban conociendo. Por lugares aún desconocidos. Partimos de Coro y alcanzamos la región de Río Hacha a mediados de 1536. Le aseguro, Su Merced, que las dificultades fueron muchas, desastrosas. Nos encontramos caminando por enormes y enmarañadas selvas, hediondas ciénagas, desolados desiertos, cumbres altísimas y borrascosas. Ríos enormes, caudalosos y profundos, donde habitan desde unos peces llamados yacaré, cuyos cuerno son tan duros, que no se pueden herir con cuchillo o flechas. En esos lugares, descubrimos, entre otros animales, culebras ponzoñosas, hormigas bermejas, y hasta alacranes, gusanos y arañas enormes, todas cubiertas de vellos y llenas de veneno, cuyo sólo contacto es sumamente peligroso. Y donde hasta los numerosos frutos, salvo que uno aprenda a esperar si lo comen o no las aves, como hacen los pobladores de estas tierras, pueden ser mortales. Y, por si fuera poco todo esto, ¡este calor siempre sofocante!. Se perdió y murió la más gente de sed y de hambre. En medio de tantas penurias, sólo recuerdo el rostro sonriente de Martín Tinajero, quien, a pesar de hallarse enfermo nunca se quejó. Nuestro Capitán le había nombrado nuestro cocinero. A veces, caminaba en búsqueda de comida mucho más que cualquiera de nosotros. Para solucionar nuestras necesidades básicas. En una de estas salidas, le aquejo la enfermedad que tenía y murió de ella. Le enterramos en un hoyo que en invierno había hecho el agua. A vista y muy bien señalado. De modo que, para que a nuestro regreso, fuera avistado y reconocido desde lejos. Esto sucedió como para septiembre de 1536. Ha de haber sido en la región situada al sur del lago de Maracaibo. De eso estoy seguro. Nosotros seguimos avanzando, hasta que Nuestro Capitán Nikolaus Federmann decidió regresar directamente a Coro y ordenó al grueso de la hueste – los pocos, de tantos, que logramos sobrevivir – a que marchase al mando del capitán Diego de Martínez hacia los llanos de Carora. Al regresar, cuando nos acercábamos al lugar donde el cuerpo de Martín Tinajero estaba enterrado, comenzamos a sentir cierto olor muy suave y agradable que ocupaba todo el campo. Como cuando en nuestras tierras se inicia la primavera, y se desatan los aromas de todas las flores. Pero, le aseguro sin exagerar, era mucho más que ello. Tanto era el ímpetu del tal aroma, que se percibía a más de cincuenta pasos a la redonda. Admirados de tanta maravilla, intentamos, pero no pudimos acercarnos a él. Nos lo impedía una colmena completa de abejas, de esas que crían miel. Nuestros asombrados ojos no podían creerlo: las abejas estaban anidadas en su corazón, íntegro aún, que parecía latir como si todavía estuviera vivo. Por eso le digo a Vuestra Merced, Fray Pedro de Aguado, por lo que en el cuerpo muerto de nuestro Martín Tinajero se vio, él era un hombre bienaventurado, un gran siervo de Dios. Claro está que nuestros españoles y su capitán y caudillo llevaban los ojos en el oro, la plata, los diamantes y tantas riquezas que deseaban tener y, por ello, no tuvieron en cuenta este caso, ni siquiera vieron lo digno de llevar su cuerpo para darle eclesiástica sepultura. A mí, al menos, me queda el consuelo de haberle dicho todo lo que sé. Y, sobre todo, confirmarle lo que le decía al principio de todo esto que usted, al preguntarlo, me permitió que le dijera, y para que las generaciones futuras sepan de ello: el corazón de Martín Tinajero siempre fue de miel.


Armando Quintero Laplume


Rincón de Niños


Sarita es así

Sarita es así.
Como es.
Ni más, ni menos.
Sarita tiene su cabellera rojiza, ensortijada y abundante.
Como si frente a nosotros estuviera un divertido león que sólo se alimentara de zanahorias.
Sarita tiene su blanca cara redonda, con abundantes pecas que le dibujan figuras a su rostro.
Como cuando en el cielo aparece la luna completamente crecida, con todas sus manchas al desnudo.
Sarita tiene sus grandes ojos, redondos y azules.
Como si uno mirara el cielo por los binoculares del abuelo, en primavera y sin nubes.
Sarita es así. Como es.
Y, por si fuera poco, tiene una mirada que parece averiguar cómo eres.
Sarita se peina a su manera.
Con su abundante cabellera suelta. O, con dos colas de caballo a ambos lados de su rostro, o una enorme trenza sujetadas con mariposas azules.Naturales, porque las de plástico le provocan alergia.
Sarita viste como le gusta.
-¿Cuándo se vestirá como la gente? – se pregunta la abuela.
Aunque se sonríe al recordar cómo se vestía ella cuando tenía su edad.
Sarita, a veces, sueña hermosos sueños y ve un país donde habitan una vaca azul, una oveja verde y un caballo multicolor que se alimentan de jardines.
-Anda, Sarita, ¿no vas a seguir contando? – le dicen sus hermanos.
Y Sarita se alegra de parecerse a su abuela cuando habla de sus sueños.
Sarita, también, tiene unos sueños oscuros con unos hombres de uniformes y cascos oscuros, que persiguen los reflejos de una luz diferente en las personas para montarlos en unos trenes oscuros y abandonarlos, largo viaje después, en unos barracones mucho más oscuros todavía.
-Oye, Sarita, eso pasó en tiempos de tu bisabuelo – dice su madre.
Sarita se entristece porque sabe cómo esto pasa, aún, fuera de los sueños.
Y Sarita imagina un universo donde cada uno acepte al otro por lo que es y no por lo que quiere que el otro sea.
Por eso Sarita cuenta de un pequeño unicornio azul con alas que se posa en la palma de la mano como invitándola a dar un paseo por cada lugar del mundo.
-Lo ves o no lo ves – dice Sarita – Es una posibilidad que es tuya.
Y Sarita se alegra porque sabe cómo esto siempre pasa cuando lo deseamos.
Sarita es así, como es.
Ni más, ni menos.
Y uno se pregunta, una y otra vez:
-¿Cómo sería nuestro mundo sin personas como Sarita?
Y uno siempre se responde:
-Si en algún lugar del mundo no hay una Sarita habría que inventarla, ¿no te parece?

Cuento de Armando Quintero Laplume