Rincón de Jóvenes y Adultos
La princesa que no reía
(tomado de Letralia número 121)
No todo cuento tiene que comenzar con “Había una vez”, pero este sí.
Había una vez un cielo, con nubes, sol y pájaros volando. Debajo de esto un reino, con su bosque, su campo, su río y su pequeña montaña. En la montaña, un palacio, con su torre. Y, en la torre —asomada— una princesa que no reía y, casi siempre, estaba como mirando hacia el camino.
La princesa era bondadosa y muy querida por su pueblo y el reino era feliz, bueno, casi feliz, ya que todos —desde los Reyes hasta el más pequeños de los súbditos— se notaban preocupados por la seriedad que la embargaba.
Las personas del pueblo opinaban de diversas maneras sobre su falta de risa. Unos decían que una bruja le había dado a beber un elíxir mágico, envidiosa de todas las alegrías del reino. Otros, que un mago, habiéndose enamorado perdidamente de la princesa, al no verse correspondido por ella, le impuso el eterno castigo de vivir sin reír. No, la enamorada es la princesa —sostenían unos terceros—; cómo se explica, agregaban, que siempre esté mirando desde la torre: sólo espera el retorno del príncipe azul que una vez vimos pasar por el camino.
Todos los días —a la mitad de la mañana y a la mitad de la tarde— llegaban juglares, trovadores, magos, malabaristas y bufones. Venían desde todos los rincones de aquel pequeño reino, y hasta algunos eran traídos desde muy lejanas tierras. Pero ni aquellos ni éstos lograban hacer reír a la princesa. Ni siquiera sacarle la más leve sonrisa.
Claro, uno podía suponer las razones que tendría la princesa para no reír. ¿Tú lo harías con unos juglares y trovadores que cantan sangrientas historias de guerras pasadas, antiguas leyendas o dolidas endechas de amores imposibles? Más bien, igual que yo, llorarías. ¿Lo harías con unos magos que te hacen siempre los conocidos trucos con pañuelos, conejos, palomas, espejos, cajas o mujeres atravesadas por enormes cuchillas o sierras descomunales? Te aburrirías mucho, ¿verdad? ¿O con malabaristas que hacen girar numerosas pelotas, platos, palos, botellas u otros objetos, mientras atraviesan cuerdas suspendidas o se posan sobre pequeñas superficies? Creo no equivocarme si te digo que, con el vibrar de tus nervios, no podrías reírte. Y, ¿qué decir de los bufones, con esas figuras tan desiguales y grotescas como sapos enormes? No niego el esfuerzo que hacían todos por ayudar a la princesa. Sólo lamento no haber estado allí para plantearles mis dudas e, incluso consultando con ella, encontrar otras posibilidades de lograr su risa o, al menos, el esbozo de una sonrisa. Pero, sigamos con el cuento.
Una de esas mañanas, de esas en que la princesa estaba en la torre mirando hacia el camino, por el sendero salpicado de florcitas del campo, mariposas azules y pájaros revoloteando, se oyó un cantar que venía por el aire, desde lejos, detrás de las colinas que ocultaban el camino, casi antes del horizonte.
Era una canción muy festiva. Tanto que, los labradores tenían que dejar de sembrar sus tierras para reírse. Los bueyes y caballos de tiro se desprendían de los carros y arneses para revolcarse, riéndose. Las aves detenían sus vuelos y se posaban de nuevo en los árboles, a reír. Los caminantes no podían seguir con su marcha, por las risas. Todos los animales de los campos y bosques salían de sus cuevas, refugios y nidos para —con los sonidos del cantar— reír y reír. Los árboles y las plantas sacudían sus ramas y tallos, como si un viento interior las moviera: era su manera de reír. Los peces de los ríos y de la mar cercana, se amontonaban en las orillas y en las playas, riendo. También, como has de suponer, las personas del palacio, desde los reyes, hasta el más pequeño de los súbditos...
Mmm... ¿Todas las personas? Bueno, la princesa seguía en la torre, mirando hacia el camino, sin reír. Desde allí ya se veía al cantor de la canción festiva. Perdón, los cantores —que uno de ellos, mejor dicho, una, sea pequeña, no le quita importancia—: eran Juan y su pulga mágica.
Mucho antes de llegar a las puertas del palacio, se acercaron a Juan y Juanita, su pulga, unos emisarios enviados por el Rey. Temerosos de que, como el príncipe azul mencionado anteriormente, pasaran de largo por el camino. Llevaban una carta real, invitándolos a realizar una presentación para toda la corte, a pagar con diez monedas de oro, cantantes y sonantes, y a prueba de buenos dientes.
Luego de comer, beber y descansar, a Salón Principal de Palacio lleno, Juan y Juanita realizaron su maravillosa presentación. Registrada, luego, en el Libro de las Crónicas del Reino, guardada por muchas generaciones en la memoria oral de todos los abuelos y cuentacuentos, como celebrada en romances y canciones de juglares y trovadores desde esos tiempos.
Cuando Juan tomó la cajita y salió al centro del salón, comenzaron los aplausos. Cuando abrió la caja y Juanita —en malla de fino terciopelo y con su mejor falda multicolor de volados y lentejuelas— saltó a la mesa, los aplausos recrudecieron, para repetirse, con igual intensidad, ante cada uno de sus números.
Juanita saltó la cuerda, tocó la flauta, bailó un minueto, una mazurca y hasta un vals. Simuló los balidos de una oveja, los cantos de un gallo, los mugidos de una vaca, los aullidos de un lobo y hasta hizo unos sonidos que asustaron a todos, aunque no los conocían en la corte: eran los barritos de un elefante, que había aprendido a imitar cuando viajaron con Juan por el norte de África. Dio numerosos saltos mortales, sencillos y triples, de frente, de lado y de espalda. Entre aplausos, hurras, vítores y vivas cerraron su actuación con la, ya famosa, “Canción Festiva”. Todos aplaudían y reían, reían y aplaudían a rabiar... ¿Mnnn..? ¿Todos? Sí: todos, menos la princesa. Con tantos aplausos y risas, me distraje, ¿de acuerdo?
Juanita, rompiendo todo protocolo, brincó, desde la mesa donde saludaba, a la falda de la princesa. De inmediato, al centro de su pecho y, de ahí, a su hombro. Luego, se acercó a su oído y le dijo algo, casi en secreto. La princesa, primero, se sonrió —leve, como toda una princesa— para, poco a poco, reírse, hasta culminar en el más sonoro estallido de carcajadas que se haya oído en la historia del reino.
Todos los que escuchan o leen este cuento preguntan siempre si se sabe qué es lo que le dijo Juanita a la princesa. Por suerte, mi tatarabuelo —que estaba de paso ese día en el reino, y asistió a toda la presentación—, lo guardó muy bien en su memoria. Se lo dijo al bisabuelo, éste a mi abuelo y, por él, lo sé yo:
—Bli bli bli bli, burulú bli bli, blum blam bli bli. Bli bli buruli blibli blumblam blibli.
En la familia, todos, siempre hemos lamentado no haber aprendido nunca el pulgués, el pulgñol, el pulgán o cómo se llame al idioma de las pulgas. Nos queda el consuelo de saber que la Princesa que no reía lo hablaba a la perfección.
Cuento de Armando Quintero Laplume
Rincón de Niños
Clarissa y el mar
Allá, después de la mar océano.
Como a treinta y tres grados al sur.
En un país pequeño que es como un corazón patas arriba.
Allá vive Clarissa.
Clarissa sonríe bajo la sombra de un árbol y mira hacia el horizonte.
- Un lugar como éste no hay –piensa Clarissa.
La vista se le pierde por la llanura.
Entre los pastos tiernos y frescos de tan verdes.
Allá donde vive Clarissa hay un río.
Que para algunos es como muy pequeño para ser un río.
Pero para todos es enorme por sus cuentos, poemas y canciones.
A veces Clarissa mira hacia los tres puentes que atraviesan el río de su mundo.
Y piensa: - Hay lugares en los que se nace para irse.
Pero se queda allí como pasajera del tiempo.
Y escucha entre sueños pasar los trenes.
Un día un pajarito se posó sobre su cabeza.
- Nuestro río tiene las olas grandes –dijo Clarissa por hablarle.
- Tan grandes como las del mar –dijo el pajarito.
Y Clarissa le dijo que no había visto nunca el mar.
Y el pajarito le contó de las olas del mar y del sonido en sus playas.
De los puertos, los barcos y veleros que llegan y se van.
- ¿Qué más? –preguntó Clarissa.
Y Clarissa oyó decir de las aguas del mar.
De su sabor salado lleno de peces, pulpos, calamares, camarones y de caracoles. De sus vientos y mareas.
- ¿Qué más? –volvió a preguntar Clarissa.
El pajarito miró los ojos de Clarissa y recordó la mirada de un marinero que andaba caminando tierra adentro, lejos del mar.
Y fue cuando le contó el encuentro de Odiseo con las sirenas.
Y ahí quedó Clarissa enamorada del mar.
- ¿Qué la pasa a ella? –se preguntaban las hermanas.
- ¿Qué bichito la ha picado? –se preguntaba su mamá.
- ¿Qué hace esa vaquita loca? –preguntó el toro rojo que la vio pasar. ¿Será contagioso?
- Espero que sí -pensó Clarissa.
Es que Clarissa, de sólo pensar en el mar, se colorea de azul.
Y cuando así le ocurre Clarissa se va a recorrer su mundo y el de los otros.
Y comienza a abrir puertas y ventanas para siempre en el corazón de todos.
Desde la ubre de sus cuentos, desde el piquito de su risa, desde el cielo claro de su regazo azul.
Cuento de Armando Quintero
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