No fue a la única persona que se las oí pero, en mi infancia, mi abuelo
del corazón, un día me dijo unas palabras como éstas:
―Si uno quiere conocer
una ciudad, tiene que olfatearla bien, comer de sus platos típicos, caminarla
por los lugares menos recorridos
por los turistas y hablar con su gente.
Las recuerdo y valoro como un consejo para viajeros de un emigrante
“viajado”.
No pretendo parodiar sus palabras, menos ser original, pero creo que, al
menos en lo personal, conocer los olores, los sabores, los lugares menos
convencionales de las ciudades que se visitan y su gente, es importante. Es
como el abreboca de la tarjeta de presentación con la que luego hablaremos de
ellas. Así, en la medida de lo posible, al consejo de mi abuelo del corazón lo
cumplí con la enorme ciudad de “mis quereres”.
No olvido las recomendaciones sobre la
altura, el clima y las contaminaciones sónicas y atmosféricas en una ciudad
altamente contaminada como México D. F. que, como ya lo había dicho, nunca me
afectaron aunque las viví en otros y las tuve que tomar en cuenta.
A una altura mayor a los 2.200 metros sobre
el nivel del mar, es casi obligatorio el caminar lento –al menos, por los días
iniciales- para evitar el soroche, mal de puna o mal de altura y los problemas
de tensión. Por ello, hay que beber mucha agua y correr el riesgo de “la
venganza de Moctezuma”.
Cargar con un abrigo y un paraguas es una
rutina cotidiana por las variaciones del clima con lluvias, fríos, calores y ventiscas inesperadas. La
contaminación sónica es otra realidad viva
y me recordó un texto de Octavio Paz, que la sufría. Tanto como la
reconocida contaminación atmosférica que se hace evidente en rostros, manos y
fosas nasales. Los pañuelos quedan manchados de negro y el lavado de manos y
rostro dejan las aguas turbias en los
lavabos. Esto se manifiesta tanto como que, al pasar de los días, se siente una
picazón en la piel y se percibe el enrojecerse de los ojos y hasta un pequeño
sangrado de la nariz que, en algunas personas puede ser muy molesto.
Pese a todo, aunque no lo parezca porque se
percibe sobre el smog, México tiene un olor muy personal. Disfruté el sentirlo
en las primeras horas de la mañana y las últimas de la tarde. Es un olor a maíz
y picante mezclado con flores que la hace diferente a otras ciudades. Como el
hotel estaba a metros de la Avenida Reforma, caminarla de un extremo a otro fue
una rutina que aproveché numerosas veces y me permitió, entre otras cosas,
olfatear lo ya señalado.
Probar los platos típicos, no los del hotel o
los de las franquicias, fue el próximo logro.
Gracias a dos talleres básico de narración
oral para educadores que venía dictando Francisco Garzón Céspedes en la Casa de
la Cultura de Xochimilco, que inicié por deseo suyo como acompañante y luego
terminé por dictarlos, pude saborear a ese México “lindo y querido”. Que no es
sólo de sabores sino, también, de colores, aromas, formas y gente.
Nos habían recomendado que no comiéramos en
los puestos de comida callejera pero, ¿cómo no romper lo señalado cuando los
aromas se perciben al pasar y, sobre todo, te incitan?
Es una de las ciudades donde la cultura del
maíz de los pobladores originarios de estas tierras está muy asentada y
valorada. El descubrir en sacos de mecate los cuatro tipos de granos en sus
mazorcas (amarillo, rojo, blanco y azul)
y ver a unas mujeres pilarlos fue un asombro que aún vibra dentro de mí. El
oler y saborear las diferencias de las tortillas elaboradas con cada uno de
ellos fue otro de los asombros que aún mantengo vivo. Con mucho gusto y
disfrute, al recordarlos. Incluso, unido a otro sabor que probé, pese al
malestar que por imprudencia, más bien por ingenuidad, pudo ocasionarme. Hasta
con buen humor.
Fue en una de las callecitas transversales a
la plaza que tuve mi primer “enchilada, como se le llama al efecto que provoca
comer un ají picante, un chile. Que de ellos hay variedad.
En el receso entre un taller y otro, me
dispuse a caminar para almorzar por la zona.
Pese a la hora, mediodía, con la intensidad
del calor el olor a maíz y picante mezclado con flores era notorio. Y obvio:
era un día de mercado en unas calles transversales de la zona.
Proliferaban muchos puestos: de verduras, hortalizas,
frutas y flores; de comidas, con tortillas mexicanas, tacos, unas ollas de
barro con mole y guacamole; los puestos de artesanía en oro, plata, cobre y
cerámicas. Y, quienes atendían, mujeres, hombre y hasta niños vestidos con sus ropas
típicas. Era una fiesta de formas, colores, aromas, sonidos y voces.
Me recordaron a los mitos de creación aztecas
y a escenas de las películas Tizoc y Ánimas Trujano. Dos películas que
recuerdo con afectos por sus historias, ambientes y actuaciones. La primera con
Pedro Infante y María Félix, la segunda con Toshiro Mifune y Marga López.
Por pura ingenuidad, al ver a un
chamaco de unos seis años tomar un trozo de pan canilla fresco, abierto como
para sándwiches ―”Chiles jalapeños”, decía en un cartel cocido al saco donde
estaban― y que, además, colocó dos de esos ajíes en el medio del pan y se los
fue comiendo con total tranquilidad, recordé como me gustaba hacer eso en mi
infancia con un trozo de pimiento, de morrón como se dice en Uruguay. E hice lo
mismo que el muchachito.
Al primer bocado, no pasó nada. Pero,
cuando estoy masticando el segundo sentí un ardor, como si me hubiera tragado
una candela encendida. Y el malestar, sobre todo en el paladar superior, la
nariz desde su base inferior hasta el punto entre los ojos y la frente.
― ¡Pos, señor, yo creí que usted tenía
costumbre de hacer eso!― me dijo el vendedor de los chiles—. Mírese cómo está.
Y me señaló a un pequeño espejo que tenía detrás. Mi boca, nariz y frente
estaban rojas. Pese al malestar, me sonreí de mi propia ingenuidad.
—Ponga la mano así— me dijo,
colocándola como si fuera a saludarme.
En el hueco entre índice y pulgar puso
sal fina, a la que tuve que pasarle mi lengua y beber un trago de tequila que
me alcanzó. El malestar pasó en momentos. Agradecí y le compré dos tacos
mexicanos, que también vendía. Sin picante, por supuesto.