Felisberto
Hernández, Por los tiempos de Clemente Colling.
Mi relación y amor por México es de vieja
data. Son afectos no muy guardados: amorcitos y corazones que van y vienen,
porque nunca se quedarán quietos en mis recuerdos.
En mi casa de Uruguay, en provincia, escuchar
en la radio –la televisión aún no era una realidad conocida– las canciones de
Pedro Infantes, Jorge Negrete, Pedro Vargas y Javier Solís, entre otros
cantantes mexicanos, era tan diario y religioso como oír a Carlos Gardel, Los
Panchos, el programa de Alejandro Casona y los partidos de fútbol.
A los ocho años, comencé con los domingos de
matiné y aprendí a disfrutar, sobre todo, de Cantinflas y de Tin-Tan; a llorar
y a reír con Pedro Infante y Blanca Estela Pavón, además, de María Eugenia
Llamas, “La Tusita”, la niña prodigio del cine mexicano y de la abuelita de esos años dorados, Sara García.
Como de otras películas con la participación de Jorge Negrete y Luis Aguilar.
Y, a partir de los doce, pude ver, ¡al fin!, las actuaciones de Dolores del
Río, Pedro Armendáriz, Silvia Pinal, Rosita Arena, Marga López y María Félix.
Luego, a finales de los cincuenta y en los
sesenta, ávido lector, como era, con los Cuadernos Hispanoamericanos y los
libros del Fondo de Cultura Económica, conseguidos en la Biblioteca Municipal
de mi ciudad natal, en la del liceo o en las personales de algunos de mis maestros
y profesores, descubrí a Alfonso Reyes, Octavio Paz y Juan Rulfo entre otros y
valiosos escritores mexicanos. Y valoré el sincretismo cultural de ese siempre
extraño país.
Conocer a México fue un sueño que logré
alcanzar gracias al arte de narrar cuentos,
por mi participación en el Primer Festival Internacional de Narración
Oral Escénica, que se realizó en las dos salas más importantes del CELARG y en
varios espacios de Caracas. Fue un festival donde participaron por Colombia, Enrique
Vargas, Alexis Forero, por Cuba, Mayra Navarro y Francisco Garzón Céspedes,
director del evento; por México, la ya citada “Tusita” y Beatriz Falero,
fundadora del grupo de Narradores de Santa Catarina, entre otros prestigiosos artistas de esos países y de España,
Costa Rica, México, Uruguay y Venezuela.
Luego de mi presentación, el 1º de agosto de
1989 –fecha que no olvidaré porque es el cumpleaños de mi madre– se me informó
que, por propuesta de los compañeros mexicanos, se me invitaba al Primer
Festival Internacional de Teatro de Ciudad de México. No estaría en programa,
ya había sido publicado, pero –tremendo compromiso– sustituiría a María Eugenia
Llamas, “La Tusita”, quién, por un serio problema de salud de su esposo, no
podría presentarse. Tenía que conseguir el pasaje, solicitar los permisos a las
instituciones donde trabajaba y prepararme para una estadía de veinte días de
labores constante, de talleres para nuevos narradores, presentaciones
colectivas e individuales, con pocos y esporádicos encuentros, la mayoría de
soslayo, con una ciudad enorme, fascinante y misteriosa, donde el placer del
viaje iba a estar –lo mejor que podía sucederme– en el encuentro personal,
compartido, con el público mexicano sobre todas las cosas.
Pero
México, “lindo y querido”, valía mucho más que el sacrificio de una misa.
Emoción tras emoción mis recuerdos se
acumulan y se atropellan, acelerados como los de Felisberto Hernández, para una
crónica de un viaje para nada turístico sino de trabajo con las palabras que se
dicen.
Nunca dejaré de recordar que dos razones me
llevaron a pedirles a los compañeros mexicanos que al desembarcar del avión
quería visitar, antes que hacer cualquier otra cosa, el Museo Nacional de
Antropología: una manifiesta y pública, la deuda de sangre por el exterminio
total de los primeros pobladores de Uruguay; la otra, personal y casi secreta,
el reencontrarme con una pequeña terracota
tolteca que representa a la diosa de la fertilidad, sentada y con la boca
abierta, la había visto cuando, con quince años, llegó al subte de Montevideo,
en 1960, una muestra de muchas obras del museo mexicano y estuvo abierta por
varios meses. Tampoco olvidaré que los compañeros, la aceptaron y apoyaron con
creces.
Así se asoma, entre los recuerdos, como desde
la ventanilla del avión, en primer lugar, el sobrevuelo sobre la enorme ciudad
al arribar a plena luz del día. ¿Un regalo o una rutina del viaje? Fuera como
fuera, resultó tan emotivo como lo fue el alojarnos en un hotel de cinco
estrellas; o el escuchar las recomendaciones sobre la seguridad, la altura, el
clima y las contaminaciones sónicas y atmosféricas en una ciudad altamente
contaminada que nunca me afectaron, ni esta vez, ni en los otros tres viajes
posteriores; y, luego de la entrega de la grilla, lo mágico de mi primera
visita al Museo Nacional de Antropología que ocuparon las primeras horas de ese
viaje. Un paseo al pasado que sólo se puede abarcar en una serie de jornadas.
De las otras horas y de los otros días se
incluyen los olores, los sabores y los lugares de la ciudad. Pero, de los
recuerdos, dos anécdotas sintetizan lo mejor de todo: una por la finalidad
profesional del mismo, la otra, porque me muestra ese espíritu humano, humilde
y solidario que, desde las canciones y el cine siempre he sentido y apreciado
en el mexicano.
En mi primera presentación, en la Explanada de
Xochimilco, tomé conciencia de dónde estaba y qué significaba narrar en
espacios públicos de México: había que hacerlo con micrófono de cable ante una
asistencia no menor a dos mil personas. Como era quien cerraba, los compañeros
mexicanos me explicaron cómo manejarlo. Compartí, para darme confianza, sobre
mi alegría de estar por primera vez en México, a partir de lo los recuerdos de
infancia y adolescencia de los hablé al comienzo de la nota. Narré a
continuación los dos cuentos que había elegido. Fui muy ovacionado. Es decir, había
logrado superar al temido aparatico.
Pero no dejaba de pensar que, al otro día,
tenía una presentación con Francisco Garzón Céspedes, donde sustituía a La
Tusita. Esa noche casi no dormí. Entré a la habitación, fui al baño, me quité
la correa, tomé la jabonera e improvisé un micrófono de cable para ensayar.
Recordar los movimientos de Rocío Durcal y de Juan Gabriel apoyaron mi movilidad
escénica. Ya en el sitio, me sentí confiado con el micrófono. Pero, la situación no parecía estar a mi
favor, el cable se trabó y, al jalarlo,
hizo un giro muy pronunciado.
–
¡Eso, mi cuate! –gritó a voz en cuello alguien del público. Y calentó los
ánimos.
A
partir de ahí los veinticinco minutos pautados fluyeron con total naturalidad.
Y, al finalizar, la intensidad de los aplausos me aseguró que lo había logrado
de nuevo.
–
¿Dónde aprendiste a narrar con micrófono?– me preguntó Francisco Garzón.
–
Anoche en el baño de la habitación, con la
jabonera y la correa– le respondí.
La segunda anécdota tiene que ver con un
taxista cuyo nombre, con dolor, lamento
haber olvidado. Él me llevó desde Xochimilco hasta Colonia Hidalgo, más
de dos horas y media a marcha normal y sin colas, escuchando casetes de Pedro
Infante.
Todo venía dentro del normal compartir entre
un taxista y un pasajero, hasta que lo
convencional se rompió: oí la voz de Pedro Infante en “Amorcito corazón”
y ello desató mis emociones y mi lengua. Al hombre le alegró que conociera
tantas canciones de su ídolo. Cuando supo, al llegar al sitio, que tenía otras
dos horas de espera, el taxista aparcó.
–
Siga escuchando –me dijo. Y colocó otro casete– Le faltan cuatro más.
–
Pero, hombre, ¿qué hace? ¿No tiene que
trabajar?
–
Usted, quédese tranquilo que quien es
amigo de Pedro Infante es amigo mío.
Desde
ese instante, México se me hizo mucho más lindo y más querido.
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