Clarissa, la vaca azul

Clarissa, la vaca azul
paseando por el campo

martes, 31 de marzo de 2015

QUIEN ES AMIGO DE PEDRO INFANTE, ES AMIGO MÍO (segunda parte)




No fue a la única persona que se las oí pero, en mi infancia, mi abuelo del corazón, un día me dijo unas palabras como éstas:

―Si uno quiere conocer una ciudad, tiene que olfatearla bien, comer de sus platos típicos, caminarla por los lugares menos recorridos por los turistas y hablar con su gente.

Las recuerdo y valoro como un consejo para viajeros de un emigrante “viajado”.

No pretendo parodiar sus palabras, menos ser original, pero creo que, al menos en lo personal, conocer los olores, los sabores, los lugares menos convencionales de las ciudades que se visitan y su gente, es importante. Es como el abreboca de la tarjeta de presentación con la que luego hablaremos de ellas. Así, en la medida de lo posible, al consejo de mi abuelo del corazón lo cumplí con la enorme ciudad de “mis quereres”.

No olvido las recomendaciones sobre la altura, el clima y las contaminaciones sónicas y atmosféricas en una ciudad altamente contaminada como México D. F. que, como ya lo había dicho, nunca me afectaron aunque las viví en otros y las tuve que tomar en cuenta.

A una altura mayor a los 2.200 metros sobre el nivel del mar, es casi obligatorio el caminar lento –al menos, por los días iniciales- para evitar el soroche, mal de puna o mal de altura y los problemas de tensión. Por ello, hay que beber mucha agua y correr el riesgo de “la venganza de Moctezuma”.

Cargar con un abrigo y un paraguas es una rutina cotidiana por las variaciones del clima con lluvias, fríos,  calores y ventiscas inesperadas. La contaminación sónica es otra realidad viva  y me recordó un texto de Octavio Paz, que la sufría. Tanto como la reconocida contaminación atmosférica que se hace evidente en rostros, manos y fosas nasales. Los pañuelos quedan manchados de negro y el lavado de manos y rostro dejan las aguas turbias en  los lavabos. Esto se manifiesta tanto como que, al pasar de los días, se siente una picazón en la piel y se percibe el enrojecerse de los ojos y hasta un pequeño sangrado de la nariz que, en algunas personas puede ser muy molesto.

Pese a todo, aunque no lo parezca porque se percibe sobre el smog, México tiene un olor muy personal. Disfruté el sentirlo en las primeras horas de la mañana y las últimas de la tarde. Es un olor a maíz y picante mezclado con flores que la hace diferente a otras ciudades. Como el hotel estaba a metros de la Avenida Reforma, caminarla de un extremo a otro fue una rutina que aproveché numerosas veces y me permitió, entre otras cosas, olfatear lo ya señalado.

Probar los platos típicos, no los del hotel o los de las franquicias, fue el próximo logro.

Gracias a dos talleres básico de narración oral para educadores que venía dictando Francisco Garzón Céspedes en la Casa de la Cultura de Xochimilco, que inicié por deseo suyo como acompañante y luego terminé por dictarlos, pude saborear a ese México “lindo y querido”. Que no es sólo de sabores sino, también, de colores, aromas, formas y gente.

Nos habían recomendado que no comiéramos en los puestos de comida callejera pero, ¿cómo no romper lo señalado cuando los aromas se perciben al pasar y, sobre todo, te incitan?

Es una de las ciudades donde la cultura del maíz de los pobladores originarios de estas tierras está muy asentada y valorada. El descubrir en sacos de mecate los cuatro tipos de granos en sus mazorcas  (amarillo, rojo, blanco y azul) y ver a unas mujeres pilarlos fue un asombro que aún vibra dentro de mí. El oler y saborear las diferencias de las tortillas elaboradas con cada uno de ellos fue otro de los asombros que aún mantengo vivo. Con mucho gusto y disfrute, al recordarlos. Incluso, unido a otro sabor que probé, pese al malestar que por imprudencia, más bien por ingenuidad, pudo ocasionarme. Hasta con buen humor.

Fue en una de las callecitas transversales a la plaza que tuve mi primer “enchilada, como se le llama al efecto que provoca comer un ají picante, un chile. Que de ellos hay variedad.

En el receso entre un taller y otro, me dispuse a caminar para almorzar por la zona.

Pese a la hora, mediodía, con la intensidad del calor el olor a maíz y picante mezclado con flores era notorio. Y obvio: era un día de mercado en unas calles transversales de la zona.

Proliferaban muchos puestos: de verduras, hortalizas, frutas y flores; de comidas, con tortillas mexicanas, tacos, unas ollas de barro con mole y guacamole; los puestos de artesanía en oro, plata, cobre y cerámicas. Y, quienes atendían, mujeres, hombre y hasta niños vestidos con sus ropas típicas. Era una fiesta de formas, colores, aromas, sonidos y voces.

Me recordaron a los mitos de creación aztecas y a escenas de las películas Tizoc y Ánimas Trujano. Dos películas que recuerdo con afectos por sus historias, ambientes y actuaciones. La primera con Pedro Infante y María Félix, la segunda con Toshiro Mifune y Marga López.

Por pura ingenuidad, al ver a un chamaco de unos seis años tomar un trozo de pan canilla fresco, abierto como para sándwiches ―”Chiles jalapeños”, decía en un cartel cocido al saco donde estaban― y que, además, colocó dos de esos ajíes en el medio del pan y se los fue comiendo con total tranquilidad, recordé como me gustaba hacer eso en mi infancia con un trozo de pimiento, de morrón como se dice en Uruguay. E hice lo mismo que el muchachito.

Al primer bocado, no pasó nada. Pero, cuando estoy masticando el segundo sentí un ardor, como si me hubiera tragado una candela encendida. Y el malestar, sobre todo en el paladar superior, la nariz desde su base inferior hasta el punto entre los ojos y la frente.

― ¡Pos, señor, yo creí que usted tenía costumbre de hacer eso!― me dijo el vendedor de los chiles—. Mírese cómo está. Y me señaló a un pequeño espejo que tenía detrás. Mi boca, nariz y frente estaban rojas. Pese al malestar, me sonreí de mi propia ingenuidad.

—Ponga la mano así— me dijo, colocándola como si fuera a saludarme.

En el hueco entre índice y pulgar puso sal fina, a la que tuve que pasarle mi lengua y beber un trago de tequila que me alcanzó. El malestar pasó en momentos. Agradecí y le compré dos tacos mexicanos, que también vendía. Sin picante, por supuesto.

Texto: Armando Quintero Laplume  Foto de un vendedor de chiles jalapeños tomada de Google


sábado, 28 de marzo de 2015

QUIEN ES AMIGO DE PEDRO INFANTE, ES AMIGO MÍO (versión corregida)




Recuerdos de mi primer viaje a la Ciudad de México.

“Los recuerdos vienen, pero no se quedan quietos. Y además reclaman la atención algunos muy tontos. Y todavía no sé si a pesar de ser pueriles tienen alguna relación importante con otros recuerdos, o qué significado o qué reflejos se cambian entre ellos.

Algunos, parece que protestaran contra la selección que de ellos pretende hacer la inteligencia. Y entonces reaparecen sorpresivamente, como pidiendo significaciones nuevas o haciendo nuevas y fugaces burlas, o intencionando todo de otra manera.”

Felisberto Hernández, Por los tiempos de Clemente Colling.
  
Mi relación y amor por México es de vieja data. Son afectos no muy guardados: amorcitos y corazones que van y vienen, porque nunca se quedarán quietos en mis recuerdos.
En mi casa de Uruguay, en provincia, escuchar en la radio –la televisión aún no era una realidad conocida– las canciones de Pedro Infantes, Jorge Negrete, Pedro Vargas y Javier Solís, entre otros cantantes mexicanos, era tan diario y religioso como oír a Carlos Gardel, Los Panchos, el programa de Alejandro Casona y los partidos de fútbol.
A los ocho años, comencé con los domingos de matiné y aprendí a disfrutar, sobre todo, de Cantinflas y de Tin-Tan; a llorar y a reír con Pedro Infante y Blanca Estela Pavón, además, de María Eugenia Llamas, “La Tusita”, la niña prodigio del cine mexicano y de la  abuelita de esos años dorados, Sara García. Como de otras películas con la participación de Jorge Negrete y Luis Aguilar. Y, a partir de los doce, pude ver, ¡al fin!, las actuaciones de Dolores del Río, Pedro Armendáriz, Silvia Pinal, Rosita Arena, Marga López y María Félix.
Luego, a finales de los cincuenta y en los sesenta, ávido lector, como era, con los Cuadernos Hispanoamericanos y los libros del Fondo de Cultura Económica, conseguidos en la Biblioteca Municipal de mi ciudad natal, en la del liceo o en las personales de algunos de mis maestros y profesores, descubrí a Alfonso Reyes, Octavio Paz y Juan Rulfo entre otros y valiosos escritores mexicanos. Y valoré el sincretismo cultural de ese siempre extraño país.
Conocer a México fue un sueño que logré alcanzar gracias al arte de narrar cuentos,  por mi participación en el Primer Festival Internacional de Narración Oral Escénica, que se realizó en las dos salas más importantes del CELARG y en varios espacios de Caracas. Fue un festival donde participaron por Colombia, Enrique Vargas, Alexis Forero, por Cuba, Mayra Navarro y Francisco Garzón Céspedes, director del evento; por México, la ya citada “Tusita” y Beatriz Falero, fundadora del grupo de Narradores de Santa Catarina, entre otros  prestigiosos artistas de esos países y de España, Costa Rica, México, Uruguay y Venezuela.
Luego de mi presentación, el 1º de agosto de 1989 –fecha que no olvidaré porque es el cumpleaños de mi madre– se me informó que, por propuesta de los compañeros mexicanos, se me invitaba al Primer Festival Internacional de Teatro de Ciudad de México. No estaría en programa, ya había sido publicado, pero –tremendo compromiso– sustituiría a María Eugenia Llamas, “La Tusita”, quién, por un serio problema de salud de su esposo, no podría presentarse. Tenía que conseguir el pasaje, solicitar los permisos a las instituciones donde trabajaba y prepararme para una estadía de veinte días de labores constante, de talleres para nuevos narradores, presentaciones colectivas e individuales, con pocos y esporádicos encuentros, la mayoría de soslayo, con una ciudad enorme, fascinante y misteriosa, donde el placer del viaje iba a estar –lo mejor que podía sucederme– en el encuentro personal, compartido, con el público mexicano sobre todas las cosas.
        Pero México, “lindo y querido”, valía mucho más que el sacrificio de una misa.
Emoción tras emoción mis recuerdos se acumulan y se atropellan, acelerados como los de Felisberto Hernández, para una crónica de un viaje para nada turístico sino de trabajo con las palabras que se dicen.
Nunca dejaré de recordar que dos razones me llevaron a pedirles a los compañeros mexicanos que al desembarcar del avión quería visitar, antes que hacer cualquier otra cosa, el Museo Nacional de Antropología: una manifiesta y pública, la deuda de sangre por el exterminio total de los primeros pobladores de Uruguay; la otra, personal y casi secreta, el reencontrarme con una pequeña  terracota tolteca que representa a la diosa de la fertilidad, sentada y con la boca abierta, la había visto cuando, con quince años, llegó al subte de Montevideo, en 1960, una muestra de muchas obras del museo mexicano y estuvo abierta por varios meses. Tampoco olvidaré que los compañeros, la aceptaron y apoyaron con creces.
Así se asoma, entre los recuerdos, como desde la ventanilla del avión, en primer lugar, el sobrevuelo sobre la enorme ciudad al arribar a plena luz del día. ¿Un regalo o una rutina del viaje? Fuera como fuera, resultó tan emotivo como lo fue el alojarnos en un hotel de cinco estrellas; o el escuchar las recomendaciones sobre la seguridad, la altura, el clima y las contaminaciones sónicas y atmosféricas en una ciudad altamente contaminada que nunca me afectaron, ni esta vez, ni en los otros tres viajes posteriores; y, luego de la entrega de la grilla, lo mágico de mi primera visita al Museo Nacional de Antropología que ocuparon las primeras horas de ese viaje. Un paseo al pasado que sólo se puede abarcar en una serie de jornadas.
De las otras horas y de los otros días se incluyen los olores, los sabores y los lugares de la ciudad. Pero, de los recuerdos, dos anécdotas sintetizan lo mejor de todo: una por la finalidad profesional del mismo, la otra, porque me muestra ese espíritu humano, humilde y solidario que, desde las canciones y el cine siempre he sentido y apreciado en el mexicano.
En mi primera presentación, en la Explanada de Xochimilco, tomé conciencia de dónde estaba y qué significaba narrar en espacios públicos de México: había que hacerlo con micrófono de cable ante una asistencia no menor a dos mil personas. Como era quien cerraba, los compañeros mexicanos me explicaron cómo manejarlo. Compartí, para darme confianza, sobre mi alegría de estar por primera vez en México, a partir de lo los recuerdos de infancia y adolescencia de los hablé al comienzo de la nota. Narré a continuación los dos cuentos que había elegido. Fui muy ovacionado. Es decir, había logrado superar al temido aparatico. 
Pero no dejaba de pensar que, al otro día, tenía una presentación con Francisco Garzón Céspedes, donde sustituía a La Tusita. Esa noche casi no dormí. Entré a la habitación, fui al baño, me quité la correa, tomé la jabonera e improvisé un micrófono de cable para ensayar. Recordar los movimientos de Rocío Durcal y de Juan Gabriel apoyaron mi movilidad escénica. Ya en el sitio, me sentí confiado con el micrófono.  Pero, la situación no parecía estar a mi favor,  el cable se trabó y, al jalarlo, hizo un giro muy pronunciado.
        ¡Eso, mi cuate! –gritó a voz en cuello alguien del público. Y calentó los ánimos.
A partir de ahí los veinticinco minutos pautados fluyeron con total naturalidad. Y, al finalizar, la intensidad de los aplausos me aseguró que lo había logrado de nuevo.
        ¿Dónde aprendiste a narrar con micrófono?– me preguntó Francisco Garzón.
        Anoche en el baño de la habitación, con la jabonera y la correa– le respondí.
La segunda anécdota tiene que ver con un taxista cuyo nombre, con dolor, lamento  haber olvidado. Él me llevó desde Xochimilco hasta Colonia Hidalgo, más de dos horas y media a marcha normal y sin colas, escuchando casetes de Pedro Infante.
Todo venía dentro del normal compartir entre un taxista y un pasajero, hasta que lo  convencional se rompió: oí la voz de Pedro Infante en “Amorcito corazón” y ello desató mis emociones y mi lengua. Al hombre le alegró que conociera tantas canciones de su ídolo. Cuando supo, al llegar al sitio, que tenía otras dos horas de espera, el taxista aparcó. 
        Siga escuchando –me dijo. Y colocó otro casete– Le faltan cuatro más.
        Pero, hombre, ¿qué hace? ¿No tiene que trabajar?
        Usted, quédese tranquilo que quien es amigo de Pedro Infante es amigo mío.
Desde ese instante, México se me hizo mucho más lindo y más querido.

Texto: Armando Quintero Laplume  Foto de Pedro Infante tomada de Google

viernes, 13 de marzo de 2015

QUIEN ES AMIGO DE PEDRO INFANTE, ES AMIGO MÍO



 
           Recuerdos de mi primer viaje a la Ciudad de México

Armando Quintero Laplume


“Los recuerdos vienen, pero no se quedan quietos. Y además reclaman la atención algunos muy tontos. Y todavía no sé si a pesar de ser pueriles tienen alguna relación importante con otros recuerdos, o qué significado o qué reflejos se cambian entre ellos.


Algunos, parece que protestaran contra la selección que de ellos pretende hacer la inteligencia. Y entonces reaparecen sorpresivamente, como pidiendo significaciones nuevas o haciendo nuevas y fugaces burlas, o intencionando todo de otra manera.”


Felisberto Hernández, Por los tiempos de Clemente Colling.

Mi relación y amor por México es de vieja data. Son afectos, amorcitos y corazones, que se acumularon desde la infancia al escuchar las canciones de sus mejores intérpretes en la radio, que fueron creciendo en la matiné de los domingos, en el cine de la adolescencia e  inicios de la madurez, y completados con las lecturas de sus mejores escritores (1). Conocer a México, al fin, fue un sueño alcanzable gracias al arte de narrar cuentos, sin dudas.
En el Primer Festival Internacional de Narración Oral Escénica, que se realizó en el CELARG de Caracas luego de mi presentación, el 1º de agosto de 1989 – fecha que no olvidaré porque es el cumpleaños de mi madre – se me informó que, por propuesta de los compañeros mexicanos, estaba invitado al Primer Festival Internacional de Teatro de Ciudad de México. No estaría en programa, ya había sido publicado, pero –tremendo compromiso– sustituiría a María Eugenia Llamas, “La Tusita”, quién, por un serio problema de salud de su esposo, no podría presentarse. Tenía que conseguir el pasaje, solicitar los permisos a las instituciones donde estaba trabajando y prepararme para una estadía de veinte días de trabajo constante, con pocos y esporádicos encuentros, la mayoría de soslayo, con una ciudad fascinante, donde el placer del viaje iba a estar – lo mejor que podía sucederme –en el encuentro personal, compartido, con el público mexicano sobre todas las cosas.
Emoción tras emoción mis recuerdos se acumulan y se atropellan, acelerados como los de Felisberto Hernández, para esta crónica de un viaje para nada turístico sino de trabajo con las palabras que se dicen. Así se asoma, en primer lugar, el sobrevuelo sobre la enorme ciudad al arribar a plena luz del día, ¿un regalo o una rutina del viaje?; tan emotivo como lo fue el alojarnos en un hotel de cinco estrellas; o el escuchar las recomendaciones sobre la seguridad, la altura, el clima y las contaminaciones sónicas y atmosféricas en una ciudad altamente contaminada que nunca me afectaron, ni esta vez, ni en los otros dos viajes posteriores; y, luego de la entrega de la grilla, la primera visita al Museo Nacional de Antropología, condición que había solicitado y ocuparon las primeras horas de mi viaje (2).
De las otras horas y de los otros días se incluyen una visita al Zócalo y a la Catedral que vimos por fuera, estaba en remodelación por los daños sufridos en el terremoto de 1987, cuyos vestigios se notaban en muchos espacios y edificios, tanto como en las palabras y en los ojos de algunos compañeros que nos hablaron de él; una cena en Plaza Garibaldi, escuchando mariachis; el ir donde La Lupita, Nuestra Señora de Guadalupe, imagen que, como la de La Chinita o La Gioconda, me resultó pequeña porque, sin quizás, las dimensiones de su idealización la agrandaron en mi mente; unas escapadas a Lagunilla, el mercado de pulgas, donde hay que ir a primera hora y, sobre todo, aprender a regatear; como, también, el conjunto de las dos o tres presentaciones diarias en numerosos espacios como la plaza de Santa Catarina, el Zoológico de Chapultepec, el Museo Nacional de Antropología, el Palacio de Bellas Artes, incluida, porque no, una presentación en un reclusorio de menores de alta peligrosidad. Pero, de los recuerdos, dos anécdotas sintetizan todo el viaje: una por la finalidad profesional del mismo, la otra, porque me muestra ese espíritu humano, humilde y solidario que, desde las canciones y el cine siempre he sentido y apreciado en el mexicano.
En mi primera presentación, en la Explanada de Xochimilco, tomé conciencia de dónde estaba y qué significaba narrar en espacios públicos en México: había que hacerlo con micrófono de cable ante una asistencia no menor a dos mil personas. Como era quien cerraba, los compañeros mexicanos me explicaron cómo manejarlo. Compartí mi alegría de estar en México, para darme confianza, a partir de lo que aparece en la nota (1). Narré a continuación los dos cuentos que elegí. Fui muy ovacionado. Lo había logrado.  Pero no dejaba de pensar que, al otro día, tenía una presentación con Francisco Garzón Céspedes, donde yo sustituía a La Tusita. Esa noche casi no dormí. Entré a la habitación, fui al baño, me quité la correa, tomé la jabonera e improvisé un micrófono de cable para ensayar. Recordar los movimientos de Rocío Durcal y de Juan Gabriel apoyaron mi movilidad escénica. Ya en el sitio, me sentí confiado con el micrófono pero el cable se trabó y, al jalarlo, hizo un giro muy pronunciado.
        ¡Eso, mi cuate! – gritó a voz en cuello alguien del público. Y calentó los ánimos.
A partir de ahí los veinticinco minutos pautados fluyeron con total naturalidad. Y, al finalizar, la intensidad de los aplausos me aseguró que lo había logrado de nuevo.

        ¿Dónde aprendiste a narrar con micrófono? – me preguntó Francisco.

        Anoche en el baño de la habitación, con la jabonera y la correa – respondí.
La segunda anécdota tiene que ver con un taxista que me llevó desde Xochimilco hasta Colonia Hidalgo, más de dos horas, escuchando casetes de Pedro Infante. Le emocionó  que yo conociera tantas canciones. Cuando supo que tenía otras dos horas de espera, aparcó. 
        Siga escuchando – me dijo. Y colocó otro casete – Le faltan cuatro más.

        Pero, hombre, ¿qué hace? ¿No tiene que trabajar?

        Usted, quédese tranquilo que quien es amigo de Pedro Infante es amigo mío.

Notas

(1)     Es que, en mi casa, desde que tengo memoria, en la radio – la televisión aún no era una realidad conocida – se escuchaban las canciones de Pedro Infantes, Jorge Negrete, Pedro Vargas, Javier Solís, Luis Aguilar, Antonio Aguilar, Agustín Lara, Lola Beltrán, Flor Silvestre y Toña La Negra. Ello era tan diario y religioso como escuchar a Carlos Gardel, Los Panchos, el programa de Alejandro Casona y los partidos de fútbol. A los ocho años comenzaron los domingos de matiné con un marcado predominio de películas aztecas. Y uno aprendió a disfrutar de Cantinflas y de Tin-Tan, a llorar y a reír con Pedro Infante y Blanca Estela Pavón donde, además,  aparecía la niña prodigio de esos años dorados, La Tusita, María Eugenia Llamas, y la abuelita más conocida de todos los tiempos, Sara García. U otras películas con la participación de Jorge Negrete, Luis Aguilar y muchos de los cantantes citados. Y, a partir de los doce años, disfrutar de algunas películas, acompañado de nuestros padres, con Dolores del Río, Pedro Armendáriz, Silvia Pinal, Rosita Arena, Marga López y María Félix. Luego, a finales de los cincuenta y en los sesenta, ávido lector, como era, con los Cuadernos Hispanoamericanos y los libros del Fondo de Cultura Económica, conseguidos en la Biblioteca Municipal de mi ciudad natal, en la del liceo o en las personales de algunos de mis maestros y profesores, descubro a Alfonso Reyes, Octavio Paz y Juan Rulfo entre otros y valiosos escritores mexicanos.
(2)     Dos razones me llevaron a pedirles a los compañeros mexicanos que al desembarcar del avión quería visitar, antes que hacer cualquier otra cosa, el Museo Nacional de Antropología: una manifiesta y pública, la deuda de sangre por el exterminio total de los primeros pobladores de Uruguay; la otra, personal y casi secreta, el reencontrarme con una pequeña  terracota tolteca que representa a una diosa de la fertilidad, sentada y con la boca abierta, la había visto cuando, con quince años, llegó al subte de Montevideo, en 1960, una muestra de muchas obras del museo mexicano y estuvo abierta por varios meses. Eran, son y serán partes importante de mis afectos, de mis amorcitos y corazones. Ellos lo supieron valorar y apoyar, por eso, pude cumplir a cabalidad con ambas razones.
Texto: Armando Quintero / Imagen del Museo Nacional de Antropología de Ciudad de México D. F.