Ilustración de Marcos Somà para el libro NO HACE FALTA LA VOZ de la Editorial OQO
Casi todos hemos tenido al menos un
abuelo que nos alegró el corazón. Pero mi hermana y yo no conocimos a los
nuestros.
Las abuelas murieron antes de nosotros
nacer. Los abuelos, cuando éramos muy pequeños.
Los recuerdos que tenemos de ellos
están en las vivencias, las anécdotas y los cuentos familiares. Que, aunque son
muchos datos, esos nunca serán los mismos que vivir y convivir con ellos.
En
cambio, nos pasó algo: en la vereda de enfrente a la casa donde íbamos a vivir,
como a los ocho años, descubrimos a una pareja de ancianos que fueron nuestros
abuelos del corazón.
Eso fue a comienzos de 1950, cuando
desde una estancia en la que vivíamos, una hacienda, nos trasladamos a la
ciudad de Treinta y Tres. Sí en Uruguay existe un Departamento con ese nombre y
la capital del mismo, también se llama así. Pero eso es para otro cuento.
Y no se los voy a
narrar ahora.
Vivían en una casa de cuentos que se parecía
mucho a la casa de chocolate del cuento clásico. Y ellos, en la zona, eran
considerados como unos viejos medio brujos que aunque no comían niños, eran
vistos casi como si lo hicieran.
Por dentro, las paredes de esa casa
eran de libros, por unas enormes bibliotecas de caoba que iban del piso al
techo. Es decir, algo así como otra manera de espesarse el chocolate. Por el
color de esas bibliotecas y los dulces sueños que te dan los libros.
Las historias de esa relación, las he
compartido y las comparto siempre con mis alumnos. Y hasta las he escrito en
una especie de novela para jóvenes que llevé años en elaborar y una más pequeña para niños que acabo de
terminar. Están aún inéditas.
Y espero concursar con ellas en algún
momento.
Esos abuelos del corazón fueron unos de
esos seres que me han marcado en la vida. Por sus palabras y por sus ejemplos,
a veces silenciosos. Ellos cultivaban la huerta y el jardín más importante de
la ciudad para esos años.
La abuela, en las tardecitas, se
sentaba en un pequeño y pesado taburete pintado de blanco. Luego, nos llamaba y
nos acomodaba en cada una de sus rodillas. Para narrarnos historias, muchas
historias de viejos tiempos. A veces, el
abuelo nos leía desde su mecedora. O nos contaba cuentos, muchos cuentos de
lejanas tierras.
Esquinado a nuestra casa - frente a
toda la huerta, que era de una cuadra completa por ese lado y de un cuarto de
cuadra por el frente que daba a nuestra casa y era donde estaba la entrada y el jardín de
los abuelos - había un enorme terreno baldío que era utilizado, con permisos
municipales, para acampar los gitanos y los circos que, anualmente, visitaban
la ciudad.
Cuentos y cuentos recibíamos de parte
de los abuelos, además de la fiesta que significaba cada una de estas visitas.
Nos hablaban de las costumbres de los
gitanos, con quienes tenían un trato muy especial. Sobre todo el abuelo, que
conversaba muy bien con ellos, al menos, en dos lenguas que no era castellano.
Supongo que hablaban, por varias razones, en francés y en idish.
También nos hablaban de cada uno de los
animales del circo y de cada uno de los artistas del mismo. Principalmente de
los elefantes, los tigres, los leones, los monos y, por supuesto, las jirafas.
Recuerdo que su comentario sobre ellas fue
más o menos así: “Todos los animales
tienen los sonidos para llamarse y decirse que se quieren, menos las jirafas.
Son mudas. Tan mudas que no emiten ningún sonido. Pero, como los mudos, para
decirse que se quieren abren muy bien los ojos, por eso ellas los tienen tan
grades y se tocan. Y eso se lo enseñan a otros seres”
Hace algún tiempo, una alumna de un
taller de narración oral que dictaba en el interior de Venezuela, donde vivo
desde 1978, me habló de un cuento europeo que había sobre una jirafa. Era un
libro muy bonito que ella leyó y me lo contó a su manera. Fue como el
disparador para recordar y trabajar con el comentario de mi abuelo del corazón.
De ahí surgió el cuento.
No pretendo, como siempre que narro o escribo,
nada más que divertir con una historia que se parece mucho a las cosas que he
vivido o compartido con otros seres. En este caso con mis abuelos.
Eso sí recordando el significado
etimológico de divertir que, en el antiguo latín significaba dos veces volcar.
Eso hace que se traduzca como sacar afuera lo que se tiene dentro. Y eso es lo
que pretendo siempre: sacar afuera lo mejor de mí para que el otro, el que me
escucha o me lee haga lo mismo, saque hacia afuera lo mejor de él.
La enseñanza o el mensaje, aparece
normalmente en el cuento y no se necesita destacarlo. Todo niño es inteligente
y lo descubre. Y descubre mucho más que eso.
Recuerdo, sobre este punto varias de
las cosas que nos comentan o intuyen los pequeños.
He aquí una que siempre narro.
Una vez me acercan una mamá y sus dos
hijas de unos tres y unos seis años. La menor, con esa espontanea actitud de
todos los pequeños, me comenta y pregunta, mirándome de frente:
-
Tú eres viejo, ¿verdad?
¿Qué edad tienes?
-
Unos sesenta y dele.
Casi setenta – le respondo.
Ante la sorpresa de su madre, de su
hermana y la mía, dice:
-
¡Eres viejo! ¡Bien
viejo! ¿Y no te has muerto todavía?
Como comprendí, por los gestos de su
madre, el regaño que se vendría le digo de inmediato:
-
Me mantienen vivo
los cuentos y poemas que me sé.
La niña me sonrió y se fue a jugar.
Varios días después se me acercan de
nuevo. La madre dice:
- Profesor, la que me hizo.
- ¿Qué pasó?
- Ella – me respondió la señora,
señalando a la menor – no quiere irse a dormir si no le cuento o le leo un
cuento.
- ¡Ah! ¡Qué bien!
- ¿Pero sabe por qué?
- Usted me dirá.
- Porque así va y se lo cuenta a su abuelo.
Texto de Armando Quintero sobre su libro, ya próximo a salir, No hace falta la voz de Editorial OQO con ilustraciones de Marcos Somà.
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