Clarissa, la vaca azul

Clarissa, la vaca azul
paseando por el campo

jueves, 2 de junio de 2011

¿Qué pasa con los Cuentacuentos y la educación?

Armando Quintero cuenta "Miedo" de Graciela Cabal.
En la primera edición del Vente tú, jam de cuentacuentos 
organizada por la Alcaldía de Chacao y La rana encantada.

   Hoy se vuelve, por diversas causas y con diferentes logros, al valor de las palabras que se dicen por los caminos más directos: el de los contadores de cuentos que se han multiplicado en diversas partes del mundo. Y en los diversos medios de comunicación y en la web.
   Se vuelve a través, dicho sea de paso y sin faltar, de los planteamientos teórico-prácticos de los partícipes del Movimiento Iberoamericano de Narración Oral que se iniciara a principio de los ochenta y de muchos de sus continuadores, presentes en festivales y muestras internacionales de artes escénicas.
   ¿Se vuelve a creer en la palabra viva, se revalora la narración oral como un acto de imaginación, de audacia, de lealtad, de justicia, de pureza, de libertad, de dignificación, de solidaridad, de amistad y de amor? Es posible.
   ¿Volvemos a sentir que el soplo de la voz es creador? ¿Que nuestros gestos y movimientos le acompañan? ¿Que nuestro ser y nuestro hacer son uno? ¿Que nuestras acciones de luz, de sueños, de verdades nos permiten ser hermanos: ser prójimo? No lo descartemos.
   Las palabras que se dicen, los sonidos que se vocalizan, con el gesto y los movimientos que normalmente pueden acompañarles, van desde el interior de quienes las escenifican al interior de quienes las escuchan. Unen, sin otra mediación, existencias.
   Deberíamos, tanto los narradores como su público,  preservar al dinamismo de este hoy: él nos permite reconocernos en los demás. Y luchar por la vida.
   Por ello, con cuánta seguridad en nosotros mismos debemos presentarnos para mostrar que decimos lo que pensamos y hacemos lo que decimos.
   No podemos olvidar que el idioma encarna la cosmovisión del pueblo que le dio origen, y la de los hombres y mujeres que lo sostienen como lengua viva.
   Cada frase y cada palabra, que normalmente es dicha con todo el cuerpo, no sólo verbalizada, sintetiza cierta idea habitual de esos hombres y mujeres mientras se comunican entre sí arando sus campos, atendiendo sus hogares o construyendo sus ciudades. Por esa razón no hay verdaderos sinónimos entre palabras y frases de diferentes idiomas. Más aún, tampoco las hay dentro de un mismo idioma, en los ámbitos espaciales y temporales en los cuales esos hombres y mujeres conviven. Aún desde nuestros celulares y twitters.
   Cuando reflexionamos sobre esto sentimos que, siendo el arte de la palabra que se dice una manifestación de unidad con la palabra viva, con toda su carga conceptual, sensorial y sentimental, esto compromete a todos los cuentacuentos, narradores orales o cuenteros a formarse, no sólo a informarse.
   Por ello, y para ello, como narradores orales habría que ponerse a contra corriente, principalmente, con nuestro tradicional sistema educativo que nos produce un tránsito de lo vivo a lo inerte, en total oposición a los verdaderos fines de nuestro oficio. Aprendamos a no limitarnos sólo a recibir conocimientos. Utilicémoslos, verifiquémoslos o transformémoslos en nuevas combinaciones.
   Todo lo anterior está dirigido a un solo efecto: “impedir las ideas muertas”, como nos pidió, hace un montón de años,  Alfredo North Whitehead en su libro Los fines de la educación. No podemos negar que, en el curso de los tiempos, los ideales educativos han decaído.
   En la antigüedad, los filósofos formaban en sus escuelas aspirando a impartir sabiduría; nuestros modernos centros de enseñanza – llámense colegios, institutos o universidades- tienen, en el mejor de los casos, un propósito más modesto: enseñar materias. En el peor de ellos: acumular información que será, la mayoría de las veces, memorizada circunstancialmente para descargarse en el momento en que nos pueda permitir aprobar una materia. Se nos atiborra de conocimientos que no sabemos ni podemos utilizar, verificar o confirmar. Se nos imparten ideas muertas, sin poder de transformación. 
   Revitalicémoslo, volvamos a él, también. Aprendamos a alimentarnos de nuestros conocimientos. Mejor: aprendamos a “digerir conocimientos”  (1), como solía decir Domingo Bordoli en sus clases, y en alguna parte de su obra escrita. Expresión que, dicho sea de paso, nos parece de una prodigiosa exactitud. Significa asimilarlo hasta convertirlo en nuestra propia sustancia, de tal modo que no se guarde, ni siquiera el recuerdo de su forma original. Cuando esto ocurre tenemos un hombre formado – en nuestra situación particular, en un narrador oral formado- en caso contrario, tenemos un hombre – o un narrador oral- meramente informado, del cual dice Whitehead: “Un hombre simplemente bien informado es lo más fastidioso e inútil que hay sobre la tierra”. Es un hecho conocido por todos, y que no puedo negar – y concluyó con una sonrisa- que, con el curso de los años he aprendido a aceptar las ideas de los ancianos. Sobre todo si tienen la cabeza blanca. Que, además, ahora también la tengo yo.


Nota 

(1)  El término utilizado por Bordoli aparece como “manducación de la palabra” en el libro “Aunthropologie du geste” de Marcel Jousse, Gallimard, París, Francia 1974. Creo se trata de una feliz coincidencia que Jousse maneje un concepto similar al que Bordoli sostenía desde el año 1965.

 Texto de Armando Quintero Laplume presentado en la cátedra de Periodismo Cultural III del Diplomado de Periodismo UCAB - El Nacional, Profesora Moraima Guanipa.

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