Clarissa, la vaca azul

Clarissa, la vaca azul
paseando por el campo

jueves, 12 de febrero de 2009

Cuentos para narrar: El rey que quería un cuento sin final

Aniceto XIII era un rey grande y gordo que tenía un traje enorme de rey, una corona grande de rey, una capa inmensa de rey y un aburrimiento más grande que todo eso.Aniceto XIII estaba tan aburrido en su palacio, que llamó a su consejero y le ordenó que le quitara su aburrimiento.El consejero no sabía como hacerlo - eso sí, sabía que "una orden es orden y había que cumplirla", más si trataba de una orden dada por Aniceto XIII - pero pensaba. Se metía las manos en los bolsillos y pensaba. Caminaba de un lado hacia otro del salón real, pensando. Se revolvía los cabellos. Se sacudía las barbas. Se restregaba las manos. Y pensaba. Sólo pensaba.-¿Y si me cuentan un cuento sin final? - preguntó Aniceto XIII.-¡Maravilloso! - le respondió el consejero - ¡Una real idea, como corresponde a su merced!Pero, cuando lo volvió a pensar bien, se dijo -: "¿Cómo haremos para qué alguien le cuente un cuento así? ¡No tengo ninguna idea!". Ahí mismo, recomenzó con todas sus preocupaciones, sus vueltas y revueltas, sus pasos y pasos, sus sacudidas y sacudidas.De pronto, Aniceto XIII comentó:-Ya lo tengo. Ordena que los pregoneros recorran todas las calles de nuestra ciudad. Las calles de los pueblos y aldeas vecinas. Y las ciudades distantes. Y, aún, las más distantes del reino. Que se coloquen carteles y anuncios por todos los lugares posibles, para que todos se enteren que, "Yo el Rey Aniceto XIII, por los poderes que me confiere mi majestad, decreto que todos mis súbditos asistan a palacio para contarme un cuento sin final"Y, así se hizo. Se pregonó y puso carteles por todos los lugares del reino.El día establecido, y a la hora señalada, había una enorme cola de personas que venían a narrarle su cuento al rey.Al comienzo de esa cola, no sabemos cómo, de dónde y cuándo llegó un viejecito en cuya cara se reflejaban las huellas de muchos tiempos.Con una voz pausada, el viejecito comenzó a decirle a Aniceto XIII:-Había una vez...Y, ¿cuánto te imaginas que duró el cuento del viejecito? ¿Cuánto? ¿100 años? Sería maravillo, pero fue menos. ¿50? ¿Aún, no será como mucho? Menos. ¿20? Menos. ¿10? Mucho, mucho menos.¿Una hora? ¿Media?... ¿15 minutos? ¿Cinco? ¡Cinco minutos! Pues sí, a los cinco minutos el viejecito dijo:-... Y, colorín colorado, este cuento se ha acabado.El rey casi acaba con el viejecito.¿Cómo podía ser que un cuento sin final durara, escasamente, cinco minutos.Enojado y como él - ¡Nada menos que Aniceto XIII! - se creía con todo su derecho sobre la voluntad de los otros, llamó a sus guardias para ordenarles que encerraran al viejecito en un calabozo. Detrás del viejecito, vino una dama muy elegante, que comenzó diciendo:-Había una vez...Y, ¿cuánto duró el cuento de la dama elegante? ¿Medio día? ¿Dos horas? ¿Veinte minutos? ¿Un minuto? No, tampoco, ¡tan poco! Además, ya sabía lo que le pasó al viejecito. ¿Quince minutos? Pues, sí: quince minutos, y la dama dijo:-Y, colorín colorado, este cuento se ha acabado.El rey se enojó mucho más. No sólo hizo encerrar a la dama muy elegante en el calabozo - era, y esto no es cuento, frío y oscuro - sino que le ordenó a los guardias que la amarraran a una silla.Después de la dama vino otro señor, de largos y espesos bigotes. Otra dama, un joven, una joven , una princesa como tú, un trovador, un caminante, un bufón... ¿Juanita, la pulga?, no, ella es de otro cuento... y otros... Y, todos, ¡al calabozo!... Hasta que, volando, apareció un pájaro.Aquello de que un pájaro le contara un cuento, al rey, como que no le gustó mucho, más bien diríamos, nada. Pero, cuando recordó que los pájaros dan la vuelta al mundo, que ven tantas cosas y saben de otras tantas, dejó que lo hiciera. El pájaro comenzó:-Había una vez...Y, ¿cuánto duró el cuento del pájaro? ¿Media hora? ¿Tres horas? ¿Quince minutos?... A los treinta y tres minutos exactos, ni un minuto más, ni un minuto menos, el pájaro dijo:-Y, colorín colorado, este cuento se ha acabado.El pájaro voló. El rey intentó atraparlo, para encerrarlo en una jaula de hierro y enviarlo al calabozo. Como Aniceto XIII era un rey muy poderoso, tanto como para creerse hasta con el derecho sobre la vida de los otros, tomó un arcabuz, apuntó y disparó... En el lugar donde cayó el pájaro herido, de pronto, apareció - no sabemos cómo, ni de dónde - un cuentacuentos que le aseguró al rey que él, sí, se sabía un cuento sin final.Aniceto XIII lo miró. Lo volvió a mirar. Lo observó de arriba abajo. Lo miró a su rostro - aunque no se atrevió a mirarlo a los ojos - y, ya estaba a punto de llamar a los guardias para que lo sacaran de allí, o lo encerraran con los otros. Sereno, el cuentacuentos le aseguró que así era, que él, sí, se sabía un cuento como el deseado por su majestad el rey. Fue tan clara y firme su voz que Aniceto XIII dejó que comenzara a narrarlo.Y el cuentacuentos inició su historia señalando que él había conocido a un rey, más o menos parecido a su majestad, grande, poderoso, vestido casi con esas ropas, con un aburrimiento similar, de cuyo nombre ya ni se acordaba. Que ese rey, además, tenía un granero y, en ese granero, guardaba cinco sacos grandes de granos de arroz, cinco sacos más grandes de granos de maíz y cinco sacos, muchos más grandes, de granos de trigo. El granero tenía, también, en una de sus paredes, un pequeño agujero. Por ese pequeño agujero, camina que te camina, entró una hormiguita que, tomó un grano de arroz y, camina que te camina, se lo llevó. Detrás de esa hormiga, entró una segunda hormiguita, que tomó otro grano de arroz y, se lo llevó. Después, vino una tercera que, camina que te camina, tomó otro grano de arroz y, se lo llevó. De inmediato, llegó otra hormiguita, como era muy acelerada, tomó otro granito de trigo y, corre que te corre, se fue. Detrás, entró una, que era co - ji - ta - y - to - mó - o - tro - gra - no - de -tri - go - y - se - fue. Después de ella, vino una hormiguita que era muy fuerte - campeona interhormigueros de pesas - y tomó veinticinco granos en una de sus patita, veinticinco más, en otra, y cincuenta más para otras dos patitas y, con esos cien granos, se fue. Llegó, de inmediato, una hormiguita que era muy, pero muy, perezosa, tanto lo era, que tomó un granito y lo partió al medio. Tomó esa mitad y la partió, también. Tomó esa cuarta parte e, igual, la partió. Y, al fin, con esa octava parte, camina que te camina, se fue. Detrás de ella, llegó otra hormiga que, después de recorrer y recorrer, de subir, bajar, avanzar y retroceder por todos los espacios del granero - porque era casi ciega - cogió un grano de trigo y tuvo que dejarlo, uno de maíz, e igual, hasta que, ¡al fin!, dio con uno de arroz, y pudo irse. Inmediatamente, entró en escena una hormiguita que era actriz: tomó un grano de trigo y uno de arroz y, dramáticamente, dijo: "¿Ser o no ser?, he aquí el problema: ¿Arroz o trigo?". Tomó el grano de arroz, dejó el de trigo, y se fue. Apenas salió, entró otra hormiguita, que era tan distraída, que traía cinco granitos de arroz desde el hormiguero - eran de aquellos granitos que se había llevado la hormiguita fuerte - para dejarlos junto a los sacos de arroz, y no llevarse ninguno. A continuación, apareció una hormiguita corrupta, que se escondió, sin que la vieran, dos granitos de arroz, cuatro de trigo y seis de maíz, cuando le pareció que alguien la miraba, se llevó un grano de arroz a la vista, y se fue. Luego, apareció una hormiguita con una calculadora, una cinta métrica y una pequeña balanza - era profesora de matemáticas - midió varios granos, los pesó, hizo cálculos, y se llevó el más pequeño. Después, apareció una hormiguita cascarrabias, que pateaba granos, lanzaba algunos o pisoteaba otros, hasta que, rezongando, cogió uno muy grande, quizás el más grande y, muy molesta, se lo llevó. De inmediato, vino una que era muda... (y, el cuentacuentos, con gestos y movimientos, sin pronunciar palabras, iba diciendo aquello que hacía la hormiguita)... En seguida, llegó una hormiguita bailarina, que...-¡No! ¡Basta! - dijo Aniceto XIII - No quiero más cuentos de hormiguitas, de granitos de arroz, de granitos de trigo, de granitos de maíz... ¡No, no quiero más cuentos! Y, esto fue casi el final del cuento de un rey que quería un cuento sin final.

Cuento de Armando Quintero Laplume.
Pertenece al libro "Laura Aquilina y el Ogro Miniatura"
Ver en la Web:
http://letras-uruguay.espaciolatino.com/quintero/index.htm